viernes, 20 de diciembre de 2013

VIAJE: AQABA, JERUSALEN/AL-QUDS, RAMALA, HEBRÓN/JALIL Y NABLUS

Hasta que fui, el nombre de Aqaba me sugería dos cosas: el exotismo del Mar Rojo, con sus corales y sus peces de mil colores; y una batalla lejana en la que los árabes, unidos en una de las escasas ocasiones en las que lo han estado a lo largo de su historia, lograron arrebatarle este puerto a los turcos. Liderados por Lawrence de Arabia y tras una épica marcha a través del desierto del Sinaí, sorprendieron a sus opresores por la espalda. Los turcos confiaban en que las altas temperaturas y las impenetrables arenas protegían sus espaldas; pensaban que el único peligro les podía venir del mar, así que sus cañones estaban dirigidos hacia éste. La genialidad de Lawrence y la perseverancia de los árabes culminaron en una campaña exitosa.
Aqaba es una ciudad pequeña y agradable que a primera vista podría confundirse con cualquiera del sur de España: palmeras, calles bien asfaltadas, restaurantes, el mar, la luz y esa sensación de que el tiempo pasa lentamente. Es un lugar ideal para pasar unas vacaciones. Comparada con Amán, es un oasis en el desierto. Si Amán es caótica y asfixiante; Aqaba está bien planificada y relaja. Las dos veces que he estado allí han supuesto un descanso.
Como enclave costero, siempre ha tenido una importancia comercial, pero un terremoto en el 1068 d.C. le hizo perder ese protagonismo que había tenido hasta entonces. Y no fue hasta comienzos del siglo XX, durante la Rebelión Árabe que volvió a estar en el epicentro de los acontecimientos. En 1917, los árabes, con la ayuda de los ingleses, lograron expulsar a los otomanos. Posteriormente, los ingleses utilizaron su puerto para abastecer a sus aliados desde Egipto y preparar así el asalto final a Damasco.
Tras la Primera Guerra Mundial, el mundo árabe estaba en plena efervescencia. Las fronteras entre Jordania y Arabia Saudí, por ejemplo, no se habían definido todavía. Gran Bretaña, entonces la potencia dominante en la zona, aprovechó para trazar unas fronteras arbitrarias entre ambos países. Esta línea pasaba a escasos kilómetros al sur de Aqaba. A medida que el puerto de Aqaba fue creciendo, su limitado litoral se iba mostrando insuficiente. Así, en 1965, el rey Hussein decidió canjear 6000 km2 de desierto jordano por apenas 12 km de costa saudí. El tiempo parece haberle dado la razón. La aportación del turismo al PIB jordano, con Aqaba como una de las principales atracciones, ha demostrado la visión de aquella operación.
Fui allí con mis compañeros de piso James y Rowley. El viaje en autobús es de unas cinco horas. Como no estábamos muy seguros de la seriedad de la empresa de transporte, nos plantamos en la agencia a eso de las 08:00, con tan mala fortuna que el primer autobús ya había salido. Tuvimos que esperar hasta las 09:00. A Rowley no se le había ocurrido otra cosa que desayunar una tortilla de cuatro huevos y tres plátanos, con lo que nada más subir al vehículo y arrancar hacia el Sur, empezó a sentirse “un poco pesado”. James y yo no pudimos contener la risa.
En Jordania, cuanto más avanzas hacia el Sur, más te adentras en el desierto. Y el jordano es un desierto hermoso. Siempre he sentido fascinación por este paisaje, en el que parece que apenas habitan seres vivos. Pero el desierto árabe ha sido siempre un lugar con vida. Avanzábamos y no podía dejar de sentir una enorme admiración por una civilización que supo prosperar en un ambiente tan adverso.
Fueron tres días de descanso y mar. Nuestro plan era sencillo: bucear por la mañana y por la tarde; descansar y comer; cenar y dormir. Tal cual. El Mar Rojo nos cautivó a los tres. El primer día nos zambullimos con cierta aprensión y temor en sus aguas. James, el menos acostumbrado de los tres al mar, apenas se separaba de la orilla. Cualquier bicho, independientemente de su tamaño, era sospechoso de ser un tiburón camuflado y esta vez, éramos Rowley y yo, quien le tomábamos el pelo. Pero su progresión fue sorprendente y el tercer día ya nos seguía a Rowley y a mí (que también nos sentíamos más cómodos) a aguas un poco más profundas. Lo más divertido era verle flotar sobre la superficie del agua; temeroso de rozarse con un coral que estaba a un metro de distancia, se limitaba a alargar su cuerpo todo lo posible y a realizar movimientos ondulantes, tratando de evitar rozarse.  
Pasamos tres días muy agradables. Recuerdo una noche en concreto: como no se podía beber alcohol en el patio del hotel, pedimos subir al tejado, algo que nos concedieron. Allí cenamos los tres y pudimos disfrutar de unas cervezas y una copa de ron. Caía el sol y la música del i-Pod de Rowley nos hizo a los tres sentir una cierta melancolía y nostalgia. Nos miramos y, adivinando lo que los otros dos sentían, sonreímos.
Desde Aqaba, David Rowley y yo cogimos un taxi que nos llevó hasta el punto fronterizo con Israel: Eilat. James regresó a Amán.
Eilat delata un mayor desarrollo económico que su reflejo Jordano y, seguramente, por ello, también resulta menos bonita. Yo he estado en ambas orillas y reconozco que me gusta más la jordana, porque me parece menos agresiva con el paisaje. Pero también es cierto lo que dice Robert Kaplan, “el desarrollo económico resulta menos atractivo”. Este centro turístico ha perdido parte de su encanto al haber sufrido algún que otro ataque terrorista, como el del 2007, en el que murieron tres personas.
Mi compañero de viaje, que ha trabajado con alguna ONG en Palestina estaba preocupado por si le negaban la entrada. Como medida de precaución, había cerrado su cuenta de Facebook antes de iniciar el viaje (una medida que a mí me pareció un chiste). Mientras caminábamos hacia la frontera, mostraba su preocupación por si le dejarían entrar o no. Al final no hubo mayores complicaciones. En Eilat tuvimos que esperar un tiempo a coger el autobús que nos llevaría bordeando el Mar Muerto y a través del desierto del Neguev hasta Jerusalén. En total, un viaje de unas 5 horas. El progreso del trayecto se notaba por las manchas de comida que iban apareciendo en la camiseta de mi compañero de viaje; cuantas más manchas, mayor distancia recorrida y menos por recorrer.
Llegamos a nuestro destino a eso de las 21:00 horas aproximadamente, y nos dirigimos al hostal. Se encontraba a escasos metros de la Puerta de Jaffa y justo a la entrada del cuarto árabe (Jerusalén se divide en cuatro partes: la armenia, la árabe, la judía y la cristiana). Es un lugar curioso y con cierto encanto: se puede pagar una cama y compartir cuarto con varios extraños; pero lo mejor es que se puede acceder al tejado, lo que otorga una vista privilegiada de esta maravillosa ciudad.
Nos instalamos y, desde allí, nos acercamos a un pequeño garito que conocía Rowley en las afueras de la ciudad vieja. Un sitio agradable, donde ninguna silla ni mesa eran iguales a otra. La especialidad de la casa eran las sopas y era esto lo que apetecía: algo que nos proporcionase ese calor reconfortante y revitalizador tan grato a dos viajeros cansados y destemplados. Además, el sitio tenía un aire bohemio y servía de lugar de encuentro entre árabes e israelíes, al parecer. Al regresar al hostal, subimos un momento al tejado a contemplar la ciudad por la noche. La antigua Jerusalén, es un recinto sorprendentemente pequeño, pero en ningún otro lugar de la tierra se acumula tanta simbología: el Muro del templo de Salomón o Muro de las Lamentaciones, la Mezquita de al-Aqsa y la Iglesia del Santo Sepulcro. Charlamos un rato y nos fuimos a dormir. 
La mañana siguiente paseamos por la parte árabe de la ciudad, esa que resulta más romántica y bohemia. Es curioso ver a los palestinos en sus puestos de venta vender camisetas donde se puede leer “Guns n Moses” o “Don´t worry America, Israel is behind you” u otras de la Fuerzas de Defensa de Israel. Su odio a Israel, no les impide hacer negocio con su nombre.
Jamás pensé que volvería a pasear por las calles de Jerusalem/Al-Quds. A medida que lo hacía me invadía la nostalgia y la alegría. Mi primer viaje en 2007 fue divertido y revelador; una gran experiencia. Conocí a gente estupenda y observé muchas cosas. Algunas me gustaron, otras no. Por mucho que a uno le maraville esta ciudad milenaria, pasear por sus calles siempre produce una sensación extraña: durante siglos ha sido disputada y su santidad no la ha librado de algunos de las mayores masacres, como la que ocurrió tras la conquista de los primeros cruzados en el año 1098. Por no hablar de tiempos recientes.
También nos acercamos al Muro de las Lamentaciones, que ofrece la peor imagen de un estado que ha logrado lo extraordinario en sus sesenta años de vida (basta comparar su desarrollo con el de cualquier otro país surgido de la descolonización por aquellas fechas). Me refiero a los judíos ortodoxos. Aquellos cuya única ocupación es rezar para acelerar la llegada del Mesías; aquellos, cuya paranoia les lleva a negar la existencia del mismo estado que les sustenta; aquellos que, como bien dice Carlos Alberto Montaner, resultan la peor tragedia de Israel. La imagen de unos tipos vestidos de negro, con sombrero y con bucles, pegados al último vestigio del Templo de Salomón, día tras día, balanceándose hacia delante de manera repetitiva y con una fervor que va más allá de lo sano, me produjo la misma sensación de rechazo que las imágenes de terroristas palestinos colgados en las paredes de las ciudades palestinas que ví en 2007. Estos fundamentalistas son los responsables de hechos tan lamentables como el asesinato de Yitzak Rabin o la matanza de Hebrón de 1994, en la que un militante judío mató a 29 musulmanes que rezaban en la Tumba de los Patriarcas. Ellos son el principal obstáculo, por parte israelí, a cualquier acuerdo de paz. A mí, que apoyo a Israel, me resulta incompresible que ningún gobierno haya cercenado el poder de esta minoría de chalados. 
En Jerusalén estuvimos dos días y medio. Desde allí cogimos un autobús que nos llevó a la capital palestina, Ramala, donde pasamos un día y una noche. Ramala es una ciudad fea pero alegre. El centro bulle de gente y tráfico; hay comercios y tiendas por doquier. También se  pueden observar en algunas zonas lujosas mansiones, sin duda, pertenecientes a los miembros de Al-Fatah. Y que seguramente han sido construidas con fondos desviados de las ayudas de la UE y de EEUU. Al fin y al cabo, la palestina es una de las administraciones más corruptas.
De nuevo, Rowley se encargó de la logística. Buscó un hotel majete y bien situado. Aunque alegre, Ramala no es bonita. Lo único reseñable que hicimos fue dar un paseo por el centro y salir a tomar algo por la noche a un sitio llamado Snowbar. Situado en mitad de un pequeño bosque y con una pista de baile en el centro, nos llamó la atención por lo occidentalizado que parecía. No estuvimos mucho tiempo allí. El suficiente para poder ver a Rowley bailar con una chica de allí y al hermano de ésta reprenderla por ello. Y esto en Palestina, que se supone uno de los países árabes menos islamizados y más laicos del mundo arabo-musulmán. Después de eso, se nos quitaron las ganas de continuar la fiesta y regresamos al hotel.
Este viaje fue igual de revelador que el de 2007. Me hizo ver que la situación ha ido a peor. Esto no se nota tanto en Jerusalén, como en Hebrón/Jalil. En esta ciudad se palpa el odio y la tensión. Valgan un par de anécdotas como ejemplo.
Mi compañero Rowley conoce a una mujer que vende kufiyas hechas a mano. Compramos unas (en mi caso, no en el suyo, sin intencionalidad política) y nos las pusimos para estrenarlas. Con la kufiya, la mujer nos regaló una pulsera con la palabra Palestina inscrita. Rowley se la puso, yo no.
Hebrón/Jalil es una ciudad partida en dos. Hasta el punto que la mezquita y la sinagoga también lo están. Así, ambos credos pueden rezar a sus respectivos dioses. Alambradas, garitas israelíes de vigilancia; patrullas y soldados, por un lado; fotos de mártires/terroristas y de Arafat por otro. El problema es que la mayoría de los judíos que habitan en ella son ultra-ortodoxos radicales. Su razón única para habitar en este asentamiento judío en el corazón de Palestina es religiosa. Las tumbas de los patriarcas se encuentran allí y, por tanto, se creen con derecho a estar allí. Pero no se puede tener todo.
Al querer entrar en la mezquita, nos dijeron que estaba cerrada por ser fiesta, así que tuvimos que acceder al edificio por la parte correspondiente a la sinagoga. En la entrada, un soldado israelí nos dio el alto; y señalando a la pulsera de mi compañero, le dijo –con no muy buenos modos, que allí no podía entrar llevando aquella prenda. Al preguntar Rowley por qué no, el soldado contestó que porque no existía ningún lugar llamado Palestina. Igualmente, le dijo que tenía que quitarse la kufiya del cuello y ocultarla. La razón de mayor peso es que en el interior de la sinagoga estaban los chalados rezando y por tanto, no podía garantizar nuestra seguridad, en caso de que nos vieran con aquellas prendas (la realidad es que la kufiya de Rowley era roja y blanca, que es la propia de Jordania y no de Palestina; y la mía es marrón. Pera hasta tal punto ha llegado la situación aquí). Ya os he comentado que mi compañero es sumamente pro-palestino y que ha participado en manifestaciones en contra de Israel. Así que se inició una especie de diálogo, confrontación absurda entre dos extremos que no podía llevar a ninguna parte. La tozudez de mi compañero no iba a ser suficiente para convencer al soldado que se limitaba a cumplir órdenes y que, en el fondo, estaba tratando de protegernos. Pero además, a mí me enseñaron a no discutir con un hombre armado; y, como al fin y al cabo, el objetivo era ver la sinagoga, mirando al soldado, pero en realidad, dirigiéndome a los dos, dije que yo no había ido allí a hablar de política. Entonces Rowley tuvo la genial idea de señalar a mi kufiya (sobre la que hasta ese momento el soldado no se había pronunciado) y decir si yo también me tenía que quitar la mía. Ante esto y por acabar de una vez, me desprendí de ella y la introduje en mi mochila mientras le decía que se quitara la suya de una vez para poder proseguir con nuestra visita. Por fin entramos.
Los modales del soldado no fueron los más adecuados. Pero politizar todo en la vida tampoco conduce a ninguna parte. Y así traté de hacérselo ver a mi compañero de viaje, una vez concluida nuestra visita. Pero con escaso éxito, como pude comprobar apenas diez minutos más tarde. Al dirigirnos a la parte israelí de la ciudad, pudimos ver a un par de soldados israelíes montando guardia. Ya a distancia y por su actitud deduje que nos iban a causar problemas. La misma historia: la pulsera, la kefiya, etc… La misma reacción por parte de Rowley y mi misma exasperación. Los soldados fueron un poco más bordes esta vez. Nos pidieron el pasaporte de malos modos, ante lo que  cual yo les dije que se podían hacer las cosas con un poquito más de educación. Su excusa fue que estaba cumpliendo órdenes. Sí, le dije, pero las órdenes también se pueden cumplir de buenas maneras. Los aspavientos de mi compañero aumentaban proporcionalmente a mi irritación con él. Qué manera más absurda de complicar un viaje. Lo peor era escuchar sus intenciones moralizadoras sobre todo aquello.
De Hebrón regresamos a Ramala, donde cogimos otro autobús dirección Nablus, una de las ciudades más antiguas del mundo. Nablus me sorprendió. Su casco antiguo, con sus piedras y muros derruidos me cautivaron. Pero también me produjo una sensación de rechazo. En las paredes y en el interior de algunas tiendas, igual que en Ramala, se podían ver posters con fotografías de Arafat y de mártires/terroristas. Aun  así, me gustó visitarla y pasear por sus calles. Pero allí también se empezó a complicar nuestro viaje.