Hasta
que fui, el nombre de Aqaba me sugería dos cosas: el exotismo del Mar Rojo, con
sus corales y sus peces de mil colores; y una batalla lejana en la que los
árabes, unidos en una de las escasas ocasiones en las que lo han estado a lo
largo de su historia, lograron arrebatarle este puerto a los turcos. Liderados
por Lawrence de Arabia y tras una épica marcha a través del desierto del Sinaí,
sorprendieron a sus opresores por la espalda. Los turcos confiaban en que las
altas temperaturas y las impenetrables arenas protegían sus espaldas; pensaban
que el único peligro les podía venir del mar, así que sus cañones estaban
dirigidos hacia éste. La genialidad de Lawrence y la perseverancia de los
árabes culminaron en una campaña exitosa.
Aqaba es una ciudad pequeña y
agradable que a primera vista podría confundirse con cualquiera del sur de
España: palmeras, calles bien asfaltadas, restaurantes, el mar, la luz y esa
sensación de que el tiempo pasa lentamente. Es un lugar ideal para pasar unas
vacaciones. Comparada con Amán, es un oasis en el desierto. Si Amán es caótica
y asfixiante; Aqaba está bien planificada y relaja. Las dos veces que he estado
allí han supuesto un descanso.
Como enclave costero, siempre ha
tenido una importancia comercial, pero un terremoto en el 1068 d.C. le hizo
perder ese protagonismo que había tenido hasta entonces. Y no fue hasta
comienzos del siglo XX, durante la Rebelión Árabe que volvió a estar en el
epicentro de los acontecimientos. En 1917, los árabes, con la ayuda de los
ingleses, lograron expulsar a los otomanos. Posteriormente, los ingleses
utilizaron su puerto para abastecer a sus aliados desde Egipto y preparar así
el asalto final a Damasco.
Tras la Primera Guerra Mundial, el
mundo árabe estaba en plena efervescencia. Las fronteras entre Jordania y
Arabia Saudí, por ejemplo, no se habían definido todavía. Gran Bretaña,
entonces la potencia dominante en la zona, aprovechó para trazar unas fronteras
arbitrarias entre ambos países. Esta línea pasaba a escasos kilómetros al sur
de Aqaba. A medida que el puerto de Aqaba fue creciendo, su limitado litoral se
iba mostrando insuficiente. Así, en 1965, el rey Hussein decidió canjear 6000
km2 de desierto jordano por apenas 12 km de costa saudí. El tiempo parece
haberle dado la razón. La aportación del turismo al PIB jordano, con Aqaba como
una de las principales atracciones, ha demostrado la visión de aquella
operación.
Fui allí con mis compañeros de piso
James y Rowley. El viaje en autobús es de unas cinco horas. Como no estábamos
muy seguros de la seriedad de la empresa de transporte, nos plantamos en la
agencia a eso de las 08:00, con tan mala fortuna que el primer autobús ya había
salido. Tuvimos que esperar hasta las 09:00. A Rowley no se le había ocurrido
otra cosa que desayunar una tortilla de cuatro huevos y tres plátanos, con lo
que nada más subir al vehículo y arrancar hacia el Sur, empezó a sentirse “un
poco pesado”. James y yo no pudimos contener la risa.
En Jordania, cuanto más avanzas
hacia el Sur, más te adentras en el desierto. Y el jordano es un desierto hermoso.
Siempre he sentido fascinación por este paisaje, en el que parece que apenas
habitan seres vivos. Pero el desierto árabe ha sido siempre un lugar con vida.
Avanzábamos y no podía dejar de sentir una enorme admiración por una
civilización que supo prosperar en un ambiente tan adverso.
Fueron tres días de descanso y mar.
Nuestro plan era sencillo: bucear por la mañana y por la tarde; descansar y
comer; cenar y dormir. Tal cual. El Mar Rojo nos cautivó a los tres. El primer
día nos zambullimos con cierta aprensión y temor en sus aguas. James, el menos
acostumbrado de los tres al mar, apenas se separaba de la orilla. Cualquier
bicho, independientemente de su tamaño, era sospechoso de ser un tiburón
camuflado y esta vez, éramos Rowley y yo, quien le tomábamos el pelo. Pero su
progresión fue sorprendente y el tercer día ya nos seguía a Rowley y a mí (que
también nos sentíamos más cómodos) a aguas un poco más profundas. Lo más
divertido era verle flotar sobre la superficie del agua; temeroso de rozarse
con un coral que estaba a un metro de distancia, se limitaba a alargar su cuerpo
todo lo posible y a realizar movimientos ondulantes, tratando de evitar
rozarse.
Pasamos tres días muy agradables. Recuerdo
una noche en concreto: como no se podía beber alcohol en el patio del hotel,
pedimos subir al tejado, algo que nos concedieron. Allí cenamos los tres y
pudimos disfrutar de unas cervezas y una copa de ron. Caía el sol y la música
del i-Pod de Rowley nos hizo a los tres sentir una cierta melancolía y
nostalgia. Nos miramos y, adivinando lo que los otros dos sentían, sonreímos.
Desde Aqaba, David Rowley y yo cogimos
un taxi que nos llevó hasta el punto fronterizo con Israel: Eilat. James
regresó a Amán.
Eilat delata un mayor desarrollo
económico que su reflejo Jordano y, seguramente, por ello, también resulta
menos bonita. Yo he estado en ambas orillas y reconozco que me gusta más la
jordana, porque me parece menos agresiva con el paisaje. Pero también es cierto
lo que dice Robert Kaplan, “el desarrollo económico resulta menos atractivo”.
Este centro turístico ha perdido parte de su encanto al haber sufrido algún que
otro ataque terrorista, como el del 2007, en el que murieron tres personas.
Mi compañero de viaje, que ha trabajado
con alguna ONG en Palestina estaba preocupado por si le negaban la entrada.
Como medida de precaución, había cerrado su cuenta de Facebook antes de iniciar
el viaje (una medida que a mí me pareció un chiste). Mientras caminábamos hacia
la frontera, mostraba su preocupación por si le dejarían entrar o no. Al final
no hubo mayores complicaciones. En Eilat tuvimos que esperar un tiempo a coger
el autobús que nos llevaría bordeando el Mar Muerto y a través del desierto del
Neguev hasta Jerusalén. En total, un viaje de unas 5 horas. El progreso del
trayecto se notaba por las manchas de comida que iban apareciendo en la
camiseta de mi compañero de viaje; cuantas más manchas, mayor distancia
recorrida y menos por recorrer.
Llegamos a nuestro destino a eso de
las 21:00 horas aproximadamente, y nos dirigimos al hostal. Se encontraba a
escasos metros de la Puerta de Jaffa y justo a la entrada del cuarto árabe (Jerusalén
se divide en cuatro partes: la armenia, la árabe, la judía y la cristiana). Es
un lugar curioso y con cierto encanto: se puede pagar una cama y compartir
cuarto con varios extraños; pero lo mejor es que se puede acceder al tejado, lo
que otorga una vista privilegiada de esta maravillosa ciudad.
Nos instalamos y, desde allí, nos
acercamos a un pequeño garito que conocía Rowley en las afueras de la ciudad
vieja. Un sitio agradable, donde ninguna silla ni mesa eran iguales a otra. La
especialidad de la casa eran las sopas y era esto lo que apetecía: algo que nos
proporcionase ese calor reconfortante y revitalizador tan grato a dos viajeros
cansados y destemplados. Además, el sitio tenía un aire bohemio y servía de
lugar de encuentro entre árabes e israelíes, al parecer. Al regresar al hostal,
subimos un momento al tejado a contemplar la ciudad por la noche. La antigua
Jerusalén, es un recinto sorprendentemente pequeño, pero en ningún otro lugar
de la tierra se acumula tanta simbología: el Muro del templo de Salomón o Muro
de las Lamentaciones, la Mezquita de al-Aqsa y la Iglesia del Santo Sepulcro.
Charlamos un rato y nos fuimos a dormir.
La mañana siguiente paseamos por la
parte árabe de la ciudad, esa que resulta más romántica y bohemia. Es curioso
ver a los palestinos en sus puestos de venta vender camisetas donde se puede
leer “Guns n Moses” o “Don´t worry America, Israel is behind you” u otras de la
Fuerzas de Defensa de Israel. Su odio a Israel, no les impide hacer negocio con
su nombre.
Jamás pensé que volvería a pasear por
las calles de Jerusalem/Al-Quds. A medida que lo hacía me invadía la nostalgia
y la alegría. Mi primer viaje en 2007 fue divertido y revelador; una gran
experiencia. Conocí a gente estupenda y observé muchas cosas. Algunas me gustaron,
otras no. Por mucho que a uno le maraville esta ciudad milenaria, pasear por
sus calles siempre produce una sensación extraña: durante siglos ha sido
disputada y su santidad no la ha librado de algunos de las mayores masacres,
como la que ocurrió tras la conquista de los primeros cruzados en el año 1098.
Por no hablar de tiempos recientes.
También nos acercamos al Muro de las
Lamentaciones, que ofrece la peor imagen de un estado que ha logrado lo
extraordinario en sus sesenta años de vida (basta comparar su desarrollo con el
de cualquier otro país surgido de la descolonización por aquellas fechas). Me
refiero a los judíos ortodoxos. Aquellos cuya única ocupación es rezar
para acelerar la llegada del Mesías; aquellos, cuya paranoia les lleva a negar
la existencia del mismo estado que les sustenta; aquellos que, como bien dice
Carlos Alberto Montaner, resultan la peor tragedia de Israel. La imagen de unos
tipos vestidos de negro, con sombrero y con bucles, pegados al último vestigio
del Templo de Salomón, día tras día, balanceándose hacia delante de manera
repetitiva y con una fervor que va más allá de lo sano, me produjo la misma
sensación de rechazo que las imágenes de terroristas palestinos colgados en las
paredes de las ciudades palestinas que ví en 2007. Estos fundamentalistas son los responsables de
hechos tan lamentables como el asesinato de Yitzak Rabin o la matanza de Hebrón de 1994, en la que un militante judío mató a 29 musulmanes que rezaban en la Tumba de los Patriarcas. Ellos son el principal obstáculo,
por parte israelí, a cualquier acuerdo de paz. A mí, que apoyo a Israel, me
resulta incompresible que ningún gobierno haya cercenado el poder de esta
minoría de chalados.
En Jerusalén estuvimos dos días y medio.
Desde allí cogimos un autobús que nos llevó a la capital palestina, Ramala, donde
pasamos un día y una noche. Ramala es una ciudad fea pero alegre. El centro
bulle de gente y tráfico; hay comercios y tiendas por doquier. También se pueden observar en algunas zonas lujosas
mansiones, sin duda, pertenecientes a los miembros de Al-Fatah. Y que
seguramente han sido construidas con fondos desviados de las ayudas de la UE y
de EEUU. Al fin y al cabo, la palestina es una de las administraciones más
corruptas.
De nuevo, Rowley se encargó de la
logística. Buscó un hotel majete y bien situado. Aunque alegre, Ramala no es
bonita. Lo único reseñable que hicimos fue dar un paseo por el centro y salir a
tomar algo por la noche a un sitio llamado Snowbar. Situado en mitad de un
pequeño bosque y con una pista de baile en el centro, nos llamó la atención por
lo occidentalizado que parecía. No estuvimos mucho tiempo allí. El suficiente
para poder ver a Rowley bailar con una chica de allí y al hermano de
ésta reprenderla por ello. Y esto en Palestina, que se supone uno de los países
árabes menos islamizados y más laicos del mundo arabo-musulmán. Después de eso,
se nos quitaron las ganas de continuar la fiesta y regresamos al hotel.
Este viaje fue igual de revelador que el
de 2007. Me hizo ver que la situación ha ido a peor. Esto no se nota tanto en
Jerusalén, como en Hebrón/Jalil. En esta ciudad se palpa el odio y la tensión.
Valgan un par de anécdotas como ejemplo.
Mi compañero Rowley conoce a una mujer
que vende kufiyas hechas a mano. Compramos unas (en mi caso, no en el suyo, sin
intencionalidad política) y nos las pusimos para estrenarlas. Con la kufiya, la
mujer nos regaló una pulsera con la palabra Palestina inscrita. Rowley se la puso,
yo no.
Hebrón/Jalil es una ciudad partida en
dos. Hasta el punto que la mezquita y la sinagoga también lo están. Así, ambos
credos pueden rezar a sus respectivos dioses. Alambradas, garitas israelíes de
vigilancia; patrullas y soldados, por un lado; fotos de mártires/terroristas y
de Arafat por otro. El problema es que la mayoría de los judíos que habitan en
ella son ultra-ortodoxos radicales. Su razón única para habitar en este
asentamiento judío en el corazón de Palestina es religiosa. Las tumbas de los
patriarcas se encuentran allí y, por tanto, se creen con derecho a estar allí.
Pero no se puede tener todo.
Al querer entrar en la mezquita, nos
dijeron que estaba cerrada por ser fiesta, así que tuvimos que acceder al
edificio por la parte correspondiente a la sinagoga. En la entrada, un soldado
israelí nos dio el alto; y señalando a la pulsera de mi compañero, le dijo –con
no muy buenos modos, que allí no podía entrar llevando aquella prenda. Al
preguntar Rowley por qué no, el soldado contestó que porque no existía ningún
lugar llamado Palestina. Igualmente, le dijo que tenía que quitarse la kufiya
del cuello y ocultarla. La razón de mayor peso es que en el interior de la
sinagoga estaban los chalados rezando y por tanto, no podía garantizar nuestra
seguridad, en caso de que nos vieran con aquellas prendas (la realidad es que
la kufiya de Rowley era roja y blanca, que es la propia de Jordania y no de
Palestina; y la mía es marrón. Pera hasta tal punto ha llegado la situación
aquí). Ya os he comentado que mi compañero es sumamente pro-palestino y que ha
participado en manifestaciones en contra de Israel. Así que se inició una
especie de diálogo, confrontación absurda entre dos extremos que no podía
llevar a ninguna parte. La tozudez de mi compañero no iba a ser suficiente para
convencer al soldado que se limitaba a cumplir órdenes y que, en el fondo,
estaba tratando de protegernos. Pero además, a mí me enseñaron a no discutir
con un hombre armado; y, como al fin y al cabo, el objetivo era ver la
sinagoga, mirando al soldado, pero en realidad, dirigiéndome a los dos, dije
que yo no había ido allí a hablar de política. Entonces Rowley tuvo la genial
idea de señalar a mi kufiya (sobre la que hasta ese momento el soldado no se había
pronunciado) y decir si yo también me tenía que quitar la mía. Ante esto y por
acabar de una vez, me desprendí de ella y la introduje en mi mochila mientras
le decía que se quitara la suya de una vez para poder proseguir con nuestra
visita. Por fin entramos.
Los modales del soldado no fueron los
más adecuados. Pero politizar todo en la vida tampoco conduce a ninguna parte.
Y así traté de hacérselo ver a mi compañero de viaje, una vez concluida nuestra
visita. Pero con escaso éxito, como pude comprobar apenas diez minutos más
tarde. Al dirigirnos a la parte israelí de la ciudad, pudimos ver a un par de
soldados israelíes montando guardia. Ya a distancia y por su actitud deduje que
nos iban a causar problemas. La misma historia: la pulsera, la kefiya, etc… La
misma reacción por parte de Rowley y mi misma exasperación. Los soldados fueron
un poco más bordes esta vez. Nos pidieron el pasaporte de malos modos, ante lo
que cual yo les dije que se podían hacer
las cosas con un poquito más de educación. Su excusa fue que estaba cumpliendo
órdenes. Sí, le dije, pero las órdenes también se pueden cumplir de buenas
maneras. Los aspavientos de mi compañero aumentaban proporcionalmente a mi
irritación con él. Qué manera más absurda de complicar un viaje. Lo peor era
escuchar sus intenciones moralizadoras sobre todo aquello.
De
Hebrón regresamos a Ramala, donde cogimos otro autobús dirección Nablus, una de
las ciudades más antiguas del mundo. Nablus me sorprendió. Su casco antiguo,
con sus piedras y muros derruidos me cautivaron. Pero también me produjo una
sensación de rechazo. En las paredes y en el interior de algunas tiendas, igual
que en Ramala, se podían ver posters con fotografías de Arafat y de mártires/terroristas.
Aun así, me gustó visitarla y pasear por
sus calles. Pero allí también se empezó a complicar nuestro viaje.