Si
hasta el momento nuestro viaje había transcurrido según el plan establecido
(Rowley había planificado todo a la perfección: los hoteles, el transporte, los
horarios…), nuestro regreso a casa fue digno de un poema homérico y nuestra
odisea, comparable a la de Ulises. Si bien, nuestra sagacidad (leer entrada
anterior) nos permitió salir airosos de los contratiempos enviados por los
dioses.
Fue en Nablus donde todo se torció.
Allí nos paramos a comer después de visitar la ciudad. Escogimos un pequeño
restaurante donde servían pollo frito con patatas. No nos gustó: el pollo
estaba salado y grasiento. Pero lo sorprendente fue que en mitad de nuestra
comida, los encargados empezaron a recoger el local y, en un momento dado, se
quedaron mirándonos con impaciencia. Ante nuestro estupor, nos indicaron que
era la hora del rezo. Sólo entonces nos dimos cuenta que era viernes, el día
sagrado en el Islam. Con manos grasientas, la boca llena y medio pollo por devorar,
Rowley no pudo evitar comentar lo inconveniente que resultaba aquello. Me
vinieron a la mente las sabias palabras de un compañero americano, estudiante
de Oxford, recriminando a los musulmanes si no tenían nada mejor a lo que
dedicar su tiempo que a rezar cinco veces al día y la cantidad de cosas que se
le ocurrían a él que hacer con esas horas. Sin otro remedio, recogimos y salimos
a la calle. A pesar de todo, nuestro humor era excelente. Concluía un viaje en
el que habíamos visitado tres países en el plazo de una semana. Recuerdo mi
alegría al descubrir que no me había gastado tanto dinero como pensaba. Entre
risas y bromas acabamos nuestro almuerzo.
Pero mientras tanto, el tiempo corría en
nuestra contra.
Recordareis que habíamos entrado en
Israel desde Aqaba-Eilat. Nuestro plan inicial era regresar a Amán a través del
King Hussein Bridge. Teniendo en cuenta que Ramala y Amán, vistas en un mapa,
están más o menos a la misma altura, esa era la ruta más directa para volver. Únicamente
en Jerusalén y gracias a una casualidad (nos encontramos con un compañero que
nos lo contó), supimos que solamente si has entrado a través de este puente, puedes regresar a través de él. Además, esta
trayecto también ofrece la ventaja de que no recibes un sello de entrada en
Israel (algo muy práctico si deseas visitar otros países árabes), mientras que
el paso Aqaba-Eilat, esto resulta inevitable. Al enterarnos de esto imprevisto,
habíamos buscado rutas alternativas. Concluimos que la mejor opción, por
cercana a Nablus, era el paso de XXXX (no recuerdo el nombre).
Es decir, en vez de poder pasar
directamente desde Cisjordania, tendríamos que dar un rodeo hacia el norte y
pasar a Israel para poder entrar luego en Jordania. Nadie dijo que viajar por
Oriente Medio fuera fácil.
Montamos pues en un pequeño autobús
amarillo y hacia allí nos dirigimos. El viaje fue corto, si no recuerdo mal.
Antes de salir y de camino a la estación nos había sorprendido la lluvia. Tal
vez una señal de que algo o todo iría mal.
Al llegar al check-point nos bajamos del
autobús y nos dirigimos hacia la verja para ver que unos soldados cruzaban una
puerta y esta se cerraba tras ellos. Todo nos confundía a mi compañero y mí,
pues ni él ni yo estamos acostumbrados a estos trámites. Vimos que había otra
puerta, esta para coches, que también se cerraba.
Habíamos llegado tarde. El horario para
cruzar era hasta las 12:00 y eran las 12:05.
De repente la confusión se desvaneció,
la mente dejó de funcionar y me poseyó ese sentimiento de urgencia que le
invade a uno cuando se enfrenta a una situación límite. No se me ocurrió cosa
mejor que echarme a correr hacia la puerta. Rowley, espoleado por el mismo
sentimiento y pensando que yo, por tener más años, sabría mejor que él lo que
estaba haciendo, me siguió. Y justo cuando parecía que podíamos lograrlo, que
no todo estaba perdido, estalló un ruido ensordecedor.
Una alarma.
Nos detuvimos e izamos la cabeza. Unos
metros sobre nosotros se elevaba una torre de vigilancia israelí de hormigón, cristal
a prueba de balas y rodeado de alambradas. En su interior, un soldado de las
FDI hacía aspavientos y juraba en arameo (nunca mejor dicho). Mi árabe es
básico y mi hebreo inexistente, pero como para entonces empezamos a darnos
cuenta de lo que ocurría, pude leer claramente en sus labios algo así como: “¿¿¿¿¡¡¡PERO
QUE COÑO ESTÁIS HACIENDO, TIOS!!!???” Y es que proviniendo de una Europa
postmoderna y decadente, donde las fronteras ya no existen, no paré a pensar que
si hay un lugar en el mundo donde las líneas divisorias entre dos países
mantienen su plena vigencia, es aquí.
Precisamente porque no han sido
trazadas.
Así que la imagen de dos tíos jóvenes y
morenos, sucios y sin afeitar, con mochilas y corriendo hacia una verja, debió
de suscitar alguna sospecha en un soldado acostumbrado a ver tipos así momentos
antes de escuchar una devastadora deflagración.
Y aunque ahora me ría con mis compañeros
cada vez que contamos esa historia, somos conscientes que nuestra forma de
actuar fue una auténtica temeridad. Y antes de juzgarnos y reíros de nuestra
imprudencia, poneros en nuestro pellejo.
Mientras, unos taxistas palestinos que rondaban
por allí se empezaron a acercar a nosotros. Habían intuido la perspectiva de un
posible negocio a costa de nuestra desesperación y aunque sus modales eran
amables, no tuvieron ninguna piedad. Nuestras opciones eran limitadas: regresar
a Nablus, pasar allí la noche y tratar de cruzar de nuevo por ese mismo
check-point al día siguiente; o subirnos al taxi de un completo extraño, en una
tierra desconocida y a un precio exorbitante.
Para entonces nuestra moral se había
hundido. Nos sentíamos perdidos; nuestra capacidad de reacción mermada, nuestro
deseo de llegar a casa multiplicado. Tras
una breve conferencia entre los dos, optamos por subirnos al taxi y emprender
el camino de regreso a Amán en aquel mismo momento. Pero como en esta tierra
nada resulta sencillo, el conductor nos explicó que él no podría introducirnos
en Israel porque solamente los coches con matrícula israelí pueden hacerlo y su
taxi tenía matrícula palestina. Su plan era llevarnos a casa de un conocido
suyo, a escasos kilómetros de otro punto fronterizo, cuyo vehículo si reunía
ese indispensable requisito. Allí haríamos el trasbordo. Fácil, ¿verdad?
Así, bajo un cielo encapotado y plagado
de unas nubes tan grises como nuestro estado de ánimo, iniciamos uno de los trayectos más
surrealistas y una de las aventuras más extraordinarias en las que jamás me he
embarcado.
La vida nos depara sorpresas e
imprevisibles compañeros de viaje. Ahí estaba yo, en el corazón de Palestina,
compartiendo miserias con un tipo majo y con el que me llevo muy bien, pero
cuyas ideas y pensamientos sobre lo que ocurre en la tierra que atravesábamos distan
tanto de las mías propias. Si ambos, ajenos los dos, hemos mostrado nuestro
apasionamiento a la hora de debatir sobre un conflicto que dura ya más de seis
décadas, se me antoja difícil que las partes implicadas logren ponerle fin en
un futuro cercano.
La primera vez que visité África en
2006, en un viaje con una ONG a Senegal, descubrí que lo que me fascinaba al
viajar era subirme a un vehículo desvencijado y echar a rodar; ver pasar el
interminable paisaje africano ante mis ojos. Pero si aquello era por placer,
esto era por necesidad. Y no recuerdo haber disfrutado este trayecto tanto como
aquel por el África del trópico húmedo.
Tras un fallido intento de iniciar una
especie de conversación en árabe con el conductor, el agotamiento nos sumió a
mi compañero y a mí en un estado de duermevela. No recuerdo cuantas horas duró
el viaje, pero sí que de vez en cuando abría los ojos para mirar el paisaje. Me
parecía frío y un distanciamiento hacia aquella tierra, donde todo eran
complicaciones, me invadía. Me viene a la memoria un momento de lucidez en el
que me sorprendí preguntándome lo que había intuido al leer los labios del
soldado israelí tras el cristal antibalas: “¿Qué coño hago aquí, en el coche de
un completo desconocido, en una tierra extraña, con destino incierto?”
Fue mi momento más bajo desde que dejé
España.
Un poco antes de llegar al pueblo de
Yenín, el conductor paró. Yo había visto el cartel que indicaba la cercanía de
este pequeño núcleo urbano y me vino a la mente la batalla que se libró allí en
el 2002 entre el ejército israelí y milicianos palestinos. Un episodio sobre el
que se escucharon auténticos disparates por parte de algunos intelectuales como
Saramago (y tantos otros), acusando a Israel de cometer un auténtico genocidio.
Independientemente de las simpatías que
uno sienta hacia uno u otro bando en este conflicto enquistado y que no parece
tener perspectivas de solucionarse a corto plazo, uno se pregunta si emplear un
lenguaje menos apasionado no serviría también a la hora de encontrar una solución.
Seis millones de judíos asesinados por
el régimen nazi es un genocidio (leer a Primo Levi, Jean Améry, Jorge Semprún…);
100 millones asesinados por el comunismo -que precedió e inspiró muchos de los
métodos más tarde empleados por los nazis- es un genocidio (leer el libro de
Martin Amish, Koba el Temible: La risa y los veinte millones; VVAA, El libro negro
del comunismo; Varlam Shalamov, Retratos de Kolyma; Vassili Grossman, Todo
fluye o Vida y Destino…); 800.000 tutsis asesinados por los hutus, es un
genocidio (Javier Reverte, Vagabundo en África). Pero considerar víctimas
indefensas a 52 milicianos muertos con un arma en la mano y que habían jurado
morir matando, sería una ofensa para ellas. Sobre todo cuando el ejército
israelí había sufrido 23 bajas. Si 52 muertos constituyen un genocidio, sería el
primero en la historia con bajas propias. Así, toda acción de guerra es un
genocidio y la palabra no significa nada y se vuelve cierto lo que dice Martín
Alonso, “el abuso de las figuras propias del Holocausto también tiene el
propósito de trivializar el exterminio nazi. Si todos los meses los judíos
cometen un genocidio en un punto de control u otro, ¿qué habría de
extraordinario en aquel episodio histórico?”
Dicen que hace falta que pasen unas 7
generaciones para sobreponerse a un trauma como el del Holocausto. No han
pasado ni dos y desde Europa –que evidentemente ya lo ha superado, incapaz de
arriesgar la vida de un sólo soldado para poner freno al auténtico genocidio
que ocurría en Yugoslavia, su patio trasero, se llamaba genocidas a los judíos.
Al bajar del coche, el conductor abrió
el capó y con una botella de agua rellenó el depósito del motor. Aunque había
elegido un pequeño vertedero para detenerse, Rowley y yo aprovechamos para
bajar y estirar las piernas. Era la semana de la Fiesta del Cordero, aquella en
la que los musulmanes conmemoran el sacrificio que Dios pidió al desdichado
Abraham, así que se habían estado degollando y devorando corderos toda la
semana. Mientras tratábamos de averiguar dónde estábamos y cuanto de trayecto
nos podía quedar, distinguimos entre la basura los huesos y el cráneo de varios
de estos animales. El toque macabro a una situación surrealista.
Poco después alcanzábamos nuestro
destino. El conductor desviaba el coche para adentrarse en un camino embarrado
y aparcaba delante de unas casas. Allí se bajó y llamó a una puerta, abierta al
instante por una mujer mayor. Iniciaron una conversación y al poco la mujer
desapareció en el interior de la casa para reaparecer, tras unos instantes, con
un hombre de cara arrugada. Era el encargado de llevarnos al paso fronterizo
con Israel y por tanto, la persona con quien tendríamos que negociar el precio.
El conductor hablaba, el hombrecito
escuchaba y Rowley y yo no entendíamos nada. Sólo la cara arrugada del
hombrecito nos daba alguna pista y las cosas no parecían ir muy bien. “Quiere
tantos shekels”, nos dijo el taxista. No recuerdo la cantidad pero era
desorbitada. Tratamos de hacerle ver que llevábamos una semana entera viajando
y no teníamos mucho dinero encima, que éramos estudiantes y por tanto pobres,
que estábamos cansados y queríamos ir a casa. El hombrecillo, sabiéndonos en
sus manos, no cedía. El taxista y un amigo suyo intercedieron en nuestro favor
y logramos un acuerdo.
Mi cartera ya no estaba tan llena como
en Nablus.
El hombrecillo nos dirigió hacia una
furgoneta desvencijada y comenzó a vaciar el maletero (recuerdo haber pensado
que nos iba a pedir que nos metiéramos en él). El interior del coche estaba
hecho un desastre: sucio y con cacharros por todas partes. Mientras Rowley
ocupaba el asiento del co-piloto, yo me acomodé en el de atrás. Y así iniciamos
la penúltima etapa de nuestra odisea.
Creo que desde su casa hasta el puesto
fronterizo había unos 50 km, así que no tardamos mucho en alcanzarlo. Pero
claro, el hombrecillo de la cara arrugada no hablaba ni una palabra de inglés,
así que no teníamos muy claro qué decir en caso de ser preguntados por los
agentes israelíes, puesto que aquella no nos parecía la manera más natural de
cruzar una frontera. Mucho menos esta.
Llegamos al puesto fronterizo con la
terrible duda de cómo comportarnos y de que historia contar, por lo que cuando
una agente israelí nos dio el alto, nos pidió el pasaporte y nos hizo las
primeras preguntas, sólo atinamos a responder con algún que otro balbuceo
plagado de inseguridad. Y llegó la pregunta fatídica: “¿Dónde habéis conocido a
este hombre?” Más tarde, al recordar la odisea con Rowley, los dos coincidimos
en que nuestro primer impulso había sido mentir, pero el sentido común se impuso
y contestamos con toda la naturalidad de la que fuimos capaces que unos 50 km
más atrás.
Aunque nuestros pasaportes estaban en
regla y nuestro aspecto producía más lástima que aprehensión, hubo algo que no
pareció convencer a la agente (pensamos que fue la cara arrugada y avinagrada
de nuestro conductor) que nos pidió bajar del vehículo y pasar a una caseta
donde revisarían nuestro equipaje. Aquello no nos produjo ninguna preocupación
hasta que recordamos los libros que Rowely el Pro-Palestino había comprado en
una pequeña librería en Jerusalén. Yo también había adquirido algunos, pero
mientras mis títulos eran bastante generalistas como History of the Middle
East, de Bernard Lewis; The Iron Wall: A History of the Arab-Israeli conflict,
the Avi Schlaim; los de mi colega (hacia quien para mis adentros y con tono
coñero yo ya me refería como el Luces) eran algo así como La invención del
pueblo judío o El Negocio del Holocausto… No me lo podía creer. Después de todo
el sufrimiento, del dinero gastado, del cansancio y los sinsabores del
trayecto, pensar en la posibilidad de que un par de libros nos pudieran causar
nuevos problemas me hizo sentir una enorme irritación hacia mi compañero y
hacia los israelíes. Pero tuvimos suerte y solamente pasaron las mochilas por
la máquina de rayos X, sin llegar a abrirlas.
Por fin entrábamos en lo que nos parecía
todo menos la tierra prometida. Habíamos salido de Ramala a las 09:00 de la
mañana y llegaríamos a casa a las 22:00 de la noche, cuando podíamos haber
llegado a las 14:00.
Desde allí, el paso a Jordania fue puro
trámite. Hacer cola, pagar visa y sellar pasaporte. Nos creíamos con derecho a
celebrar el haber conseguido pasar a Israel, así que compramos una botella de
whiskey en la zona duty-free del puesto fronterizo, mucho más barato que en
Amán. Ya tendríamos tiempo de disfrutarla otro día.
Desde el lado jordano de la frontera
tuvimos que coger un taxi que nos llevó de regreso a Amán. Aunque fue un viaje
de unas tres horas y estábamos agotados, fue la parte más placentera del
trayecto de vuelta. Por fin nos sentíamos seguros. Rowley bromeaba con que lo
único que le apetecía era comprarse unas chocolatinas y un par de bolsas de
patatas y atiborrarse. “Nos lo merecemos”, repetía una y otra vez.
Así lo hicimos.