domingo, 19 de enero de 2014

EL REGRESO

Si hasta el momento nuestro viaje había transcurrido según el plan establecido (Rowley había planificado todo a la perfección: los hoteles, el transporte, los horarios…), nuestro regreso a casa fue digno de un poema homérico y nuestra odisea, comparable a la de Ulises. Si bien, nuestra sagacidad (leer entrada anterior) nos permitió salir airosos de los contratiempos enviados por los dioses.
Fue en Nablus donde todo se torció. Allí nos paramos a comer después de visitar la ciudad. Escogimos un pequeño restaurante donde servían pollo frito con patatas. No nos gustó: el pollo estaba salado y grasiento. Pero lo sorprendente fue que en mitad de nuestra comida, los encargados empezaron a recoger el local y, en un momento dado, se quedaron mirándonos con impaciencia. Ante nuestro estupor, nos indicaron que era la hora del rezo. Sólo entonces nos dimos cuenta que era viernes, el día sagrado en el Islam. Con manos grasientas, la boca llena y medio pollo por devorar, Rowley no pudo evitar comentar lo inconveniente que resultaba aquello. Me vinieron a la mente las sabias palabras de un compañero americano, estudiante de Oxford, recriminando a los musulmanes si no tenían nada mejor a lo que dedicar su tiempo que a rezar cinco veces al día y la cantidad de cosas que se le ocurrían a él que hacer con esas horas. Sin otro remedio, recogimos y salimos a la calle. A pesar de todo, nuestro humor era excelente. Concluía un viaje en el que habíamos visitado tres países en el plazo de una semana. Recuerdo mi alegría al descubrir que no me había gastado tanto dinero como pensaba. Entre risas y bromas acabamos nuestro almuerzo.
Pero mientras tanto, el tiempo corría en nuestra contra.
Recordareis que habíamos entrado en Israel desde Aqaba-Eilat. Nuestro plan inicial era regresar a Amán a través del King Hussein Bridge. Teniendo en cuenta que Ramala y Amán, vistas en un mapa, están más o menos a la misma altura, esa era la ruta más directa para volver. Únicamente en Jerusalén y gracias a una casualidad (nos encontramos con un compañero que nos lo contó), supimos que solamente si has entrado a través de este puente,  puedes regresar a través de él. Además, esta trayecto también ofrece la ventaja de que no recibes un sello de entrada en Israel (algo muy práctico si deseas visitar otros países árabes), mientras que el paso Aqaba-Eilat, esto resulta inevitable. Al enterarnos de esto imprevisto, habíamos buscado rutas alternativas. Concluimos que la mejor opción, por cercana a Nablus, era el paso de XXXX (no recuerdo el nombre).
Es decir, en vez de poder pasar directamente desde Cisjordania, tendríamos que dar un rodeo hacia el norte y pasar a Israel para poder entrar luego en Jordania. Nadie dijo que viajar por Oriente Medio fuera fácil.
Montamos pues en un pequeño autobús amarillo y hacia allí nos dirigimos. El viaje fue corto, si no recuerdo mal. Antes de salir y de camino a la estación nos había sorprendido la lluvia. Tal vez una señal de que algo o todo iría mal.
Al llegar al check-point nos bajamos del autobús y nos dirigimos hacia la verja para ver que unos soldados cruzaban una puerta y esta se cerraba tras ellos. Todo nos confundía a mi compañero y mí, pues ni él ni yo estamos acostumbrados a estos trámites. Vimos que había otra puerta, esta para coches, que también se cerraba.
Habíamos llegado tarde. El horario para cruzar era hasta las 12:00 y eran las 12:05.
De repente la confusión se desvaneció, la mente dejó de funcionar y me poseyó ese sentimiento de urgencia que le invade a uno cuando se enfrenta a una situación límite. No se me ocurrió cosa mejor que echarme a correr hacia la puerta. Rowley, espoleado por el mismo sentimiento y pensando que yo, por tener más años, sabría mejor que él lo que estaba haciendo, me siguió. Y justo cuando parecía que podíamos lograrlo, que no todo estaba perdido, estalló un ruido ensordecedor.
Una alarma.
Nos detuvimos e izamos la cabeza. Unos metros sobre nosotros se elevaba una torre de vigilancia israelí de hormigón, cristal a prueba de balas y rodeado de alambradas. En su interior, un soldado de las FDI hacía aspavientos y juraba en arameo (nunca mejor dicho). Mi árabe es básico y mi hebreo inexistente, pero como para entonces empezamos a darnos cuenta de lo que ocurría, pude leer claramente en sus labios algo así como: “¿¿¿¿¡¡¡PERO QUE COÑO ESTÁIS HACIENDO, TIOS!!!???” Y es que proviniendo de una Europa postmoderna y decadente, donde las fronteras ya no existen, no paré a pensar que si hay un lugar en el mundo donde las líneas divisorias entre dos países mantienen su plena vigencia, es aquí.
Precisamente porque no han sido trazadas.
Así que la imagen de dos tíos jóvenes y morenos, sucios y sin afeitar, con mochilas y corriendo hacia una verja, debió de suscitar alguna sospecha en un soldado acostumbrado a ver tipos así momentos antes de escuchar una devastadora deflagración.
Y aunque ahora me ría con mis compañeros cada vez que contamos esa historia, somos conscientes que nuestra forma de actuar fue una auténtica temeridad. Y antes de juzgarnos y reíros de nuestra imprudencia, poneros en nuestro pellejo.
Mientras, unos taxistas palestinos que rondaban por allí se empezaron a acercar a nosotros. Habían intuido la perspectiva de un posible negocio a costa de nuestra desesperación y aunque sus modales eran amables, no tuvieron ninguna piedad. Nuestras opciones eran limitadas: regresar a Nablus, pasar allí la noche y tratar de cruzar de nuevo por ese mismo check-point al día siguiente; o subirnos al taxi de un completo extraño, en una tierra desconocida y a un precio exorbitante.
Para entonces nuestra moral se había hundido. Nos sentíamos perdidos; nuestra capacidad de reacción mermada, nuestro deseo de llegar a casa  multiplicado. Tras una breve conferencia entre los dos, optamos por subirnos al taxi y emprender el camino de regreso a Amán en aquel mismo momento. Pero como en esta tierra nada resulta sencillo, el conductor nos explicó que él no podría introducirnos en Israel porque solamente los coches con matrícula israelí pueden hacerlo y su taxi tenía matrícula palestina. Su plan era llevarnos a casa de un conocido suyo, a escasos kilómetros de otro punto fronterizo, cuyo vehículo si reunía ese indispensable requisito. Allí haríamos el trasbordo. Fácil, ¿verdad?
Así, bajo un cielo encapotado y plagado de unas nubes tan grises como nuestro estado de ánimo,  iniciamos uno de los trayectos más surrealistas y una de las aventuras más extraordinarias en las que jamás me he embarcado.
La vida nos depara sorpresas e imprevisibles compañeros de viaje. Ahí estaba yo, en el corazón de Palestina, compartiendo miserias con un tipo majo y con el que me llevo muy bien, pero cuyas ideas y pensamientos sobre lo que ocurre en la tierra que atravesábamos distan tanto de las mías propias. Si ambos, ajenos los dos, hemos mostrado nuestro apasionamiento a la hora de debatir sobre un conflicto que dura ya más de seis décadas, se me antoja difícil que las partes implicadas logren ponerle fin en un futuro cercano.
La primera vez que visité África en 2006, en un viaje con una ONG a Senegal, descubrí que lo que me fascinaba al viajar era subirme a un vehículo desvencijado y echar a rodar; ver pasar el interminable paisaje africano ante mis ojos. Pero si aquello era por placer, esto era por necesidad. Y no recuerdo haber disfrutado este trayecto tanto como aquel por el África del trópico húmedo.
Tras un fallido intento de iniciar una especie de conversación en árabe con el conductor, el agotamiento nos sumió a mi compañero y a mí en un estado de duermevela. No recuerdo cuantas horas duró el viaje, pero sí que de vez en cuando abría los ojos para mirar el paisaje. Me parecía frío y un distanciamiento hacia aquella tierra, donde todo eran complicaciones, me invadía. Me viene a la memoria un momento de lucidez en el que me sorprendí preguntándome lo que había intuido al leer los labios del soldado israelí tras el cristal antibalas: “¿Qué coño hago aquí, en el coche de un completo desconocido, en una tierra extraña, con destino incierto?”
Fue mi momento más bajo desde que dejé España.
Un poco antes de llegar al pueblo de Yenín, el conductor paró. Yo había visto el cartel que indicaba la cercanía de este pequeño núcleo urbano y me vino a la mente la batalla que se libró allí en el 2002 entre el ejército israelí y milicianos palestinos. Un episodio sobre el que se escucharon auténticos disparates por parte de algunos intelectuales como Saramago (y tantos otros), acusando a Israel de cometer un auténtico genocidio.
Independientemente de las simpatías que uno sienta hacia uno u otro bando en este conflicto enquistado y que no parece tener perspectivas de solucionarse a corto plazo, uno se pregunta si emplear un lenguaje menos apasionado no serviría también a la hora de encontrar una solución.
Seis millones de judíos asesinados por el régimen nazi es un genocidio (leer a Primo Levi, Jean Améry, Jorge Semprún…); 100 millones asesinados por el comunismo -que precedió e inspiró muchos de los métodos más tarde empleados por los nazis- es un genocidio (leer el libro de Martin Amish, Koba el Temible: La risa y los veinte millones; VVAA, El libro negro del comunismo; Varlam Shalamov, Retratos de Kolyma; Vassili Grossman, Todo fluye o Vida y Destino…); 800.000 tutsis asesinados por los hutus, es un genocidio (Javier Reverte, Vagabundo en África). Pero considerar víctimas indefensas a 52 milicianos muertos con un arma en la mano y que habían jurado morir matando, sería una ofensa para ellas. Sobre todo cuando el ejército israelí había sufrido 23 bajas. Si 52 muertos constituyen un genocidio, sería el primero en la historia con bajas propias. Así, toda acción de guerra es un genocidio y la palabra no significa nada y se vuelve cierto lo que dice Martín Alonso, “el abuso de las figuras propias del Holocausto también tiene el propósito de trivializar el exterminio nazi. Si todos los meses los judíos cometen un genocidio en un punto de control u otro, ¿qué habría de extraordinario en aquel episodio histórico?”
Dicen que hace falta que pasen unas 7 generaciones para sobreponerse a un trauma como el del Holocausto. No han pasado ni dos y desde Europa –que evidentemente ya lo ha superado, incapaz de arriesgar la vida de un sólo soldado para poner freno al auténtico genocidio que ocurría en Yugoslavia, su patio trasero, se llamaba genocidas a los judíos.
Al bajar del coche, el conductor abrió el capó y con una botella de agua rellenó el depósito del motor. Aunque había elegido un pequeño vertedero para detenerse, Rowley y yo aprovechamos para bajar y estirar las piernas. Era la semana de la Fiesta del Cordero, aquella en la que los musulmanes conmemoran el sacrificio que Dios pidió al desdichado Abraham, así que se habían estado degollando y devorando corderos toda la semana. Mientras tratábamos de averiguar dónde estábamos y cuanto de trayecto nos podía quedar, distinguimos entre la basura los huesos y el cráneo de varios de estos animales. El toque macabro a una situación surrealista.
Poco después alcanzábamos nuestro destino. El conductor desviaba el coche para adentrarse en un camino embarrado y aparcaba delante de unas casas. Allí se bajó y llamó a una puerta, abierta al instante por una mujer mayor. Iniciaron una conversación y al poco la mujer desapareció en el interior de la casa para reaparecer, tras unos instantes, con un hombre de cara arrugada. Era el encargado de llevarnos al paso fronterizo con Israel y por tanto, la persona con quien tendríamos que negociar el precio.
El conductor hablaba, el hombrecito escuchaba y Rowley y yo no entendíamos nada. Sólo la cara arrugada del hombrecito nos daba alguna pista y las cosas no parecían ir muy bien. “Quiere tantos shekels”, nos dijo el taxista. No recuerdo la cantidad pero era desorbitada. Tratamos de hacerle ver que llevábamos una semana entera viajando y no teníamos mucho dinero encima, que éramos estudiantes y por tanto pobres, que estábamos cansados y queríamos ir a casa. El hombrecillo, sabiéndonos en sus manos, no cedía. El taxista y un amigo suyo intercedieron en nuestro favor y logramos un acuerdo.
Mi cartera ya no estaba tan llena como en Nablus.
El hombrecillo nos dirigió hacia una furgoneta desvencijada y comenzó a vaciar el maletero (recuerdo haber pensado que nos iba a pedir que nos metiéramos en él). El interior del coche estaba hecho un desastre: sucio y con cacharros por todas partes. Mientras Rowley ocupaba el asiento del co-piloto, yo me acomodé en el de atrás. Y así iniciamos la penúltima etapa de nuestra odisea.
Creo que desde su casa hasta el puesto fronterizo había unos 50 km, así que no tardamos mucho en alcanzarlo. Pero claro, el hombrecillo de la cara arrugada no hablaba ni una palabra de inglés, así que no teníamos muy claro qué decir en caso de ser preguntados por los agentes israelíes, puesto que aquella no nos parecía la manera más natural de cruzar una frontera. Mucho menos esta.
Llegamos al puesto fronterizo con la terrible duda de cómo comportarnos y de que historia contar, por lo que cuando una agente israelí nos dio el alto, nos pidió el pasaporte y nos hizo las primeras preguntas, sólo atinamos a responder con algún que otro balbuceo plagado de inseguridad. Y llegó la pregunta fatídica: “¿Dónde habéis conocido a este hombre?” Más tarde, al recordar la odisea con Rowley, los dos coincidimos en que nuestro primer impulso había sido mentir, pero el sentido común se impuso y contestamos con toda la naturalidad de la que fuimos capaces que unos 50 km más atrás.
Aunque nuestros pasaportes estaban en regla y nuestro aspecto producía más lástima que aprehensión, hubo algo que no pareció convencer a la agente (pensamos que fue la cara arrugada y avinagrada de nuestro conductor) que nos pidió bajar del vehículo y pasar a una caseta donde revisarían nuestro equipaje. Aquello no nos produjo ninguna preocupación hasta que recordamos los libros que Rowely el Pro-Palestino había comprado en una pequeña librería en Jerusalén. Yo también había adquirido algunos, pero mientras mis títulos eran bastante generalistas como History of the Middle East, de Bernard Lewis; The Iron Wall: A History of the Arab-Israeli conflict, the Avi Schlaim; los de mi colega (hacia quien para mis adentros y con tono coñero yo ya me refería como el Luces) eran algo así como La invención del pueblo judío o El Negocio del Holocausto… No me lo podía creer. Después de todo el sufrimiento, del dinero gastado, del cansancio y los sinsabores del trayecto, pensar en la posibilidad de que un par de libros nos pudieran causar nuevos problemas me hizo sentir una enorme irritación hacia mi compañero y hacia los israelíes. Pero tuvimos suerte y solamente pasaron las mochilas por la máquina de rayos X, sin llegar a abrirlas.
Por fin entrábamos en lo que nos parecía todo menos la tierra prometida. Habíamos salido de Ramala a las 09:00 de la mañana y llegaríamos a casa a las 22:00 de la noche, cuando podíamos haber llegado a las 14:00.
Desde allí, el paso a Jordania fue puro trámite. Hacer cola, pagar visa y sellar pasaporte. Nos creíamos con derecho a celebrar el haber conseguido pasar a Israel, así que compramos una botella de whiskey en la zona duty-free del puesto fronterizo, mucho más barato que en Amán. Ya tendríamos tiempo de disfrutarla otro día.
Desde el lado jordano de la frontera tuvimos que coger un taxi que nos llevó de regreso a Amán. Aunque fue un viaje de unas tres horas y estábamos agotados, fue la parte más placentera del trayecto de vuelta. Por fin nos sentíamos seguros. Rowley bromeaba con que lo único que le apetecía era comprarse unas chocolatinas y un par de bolsas de patatas y atiborrarse. “Nos lo merecemos”, repetía una y otra vez.
Así lo hicimos.