sábado, 18 de octubre de 2014

MOMENTOS

Existen momentos en la vida que nos gustaría congelar, a modo de instantánea, para poder disfrutarlos eternamente. Instantes fugaces asociados a lugares o personas. Los míos han ocurrido acercándose la noche, ninguno de día. Pero claro, la luz es previsible y luminosa. La oscuridad, misteriosa y enigmática.
En Senegal experimenté uno que recuerdo con claridad. Fui a este país en el año 2006. Tras finalizar un Master en Relaciones Internacionales, tuve la posibilidad de trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores redactando con el Embajador M.A.F.M, el Plan África 2006. Un intento de redefinir la presencia española en el Continente Negro. Para ello hablamos con gente de diferentes Ministerios y organismos públicos, tratando de sintetizar toda la información en un documento razonable y juicioso. La tarea era complicada, entre otras cosas, porque el Embajador no estaba demasiado entusiasmado con la labor y porque su idiosincrasia se rebelaba contra las directrices políticas del momento: frente al buenismo voluntarista, él oponía responsabilidad; frente a la idea de ayudar sin ninguna contrapartida a cambio, él oponía razón de estado. Sólo recientemente los españoles nos hemos enterado de en qué se han gastado nuestros impuestos. Cuando me reuní con un periodista de La Gaceta, me comentó que durante aquella época a la que me refiero, se habían concedido ayudas millonarias al desarrollo firmadas en servilletas de papel a modo de pagarés. (Breve paréntesis para recomendaros a todos el ensayo de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido)
Disculpad la digresión. Estábamos en 2006 de camino a Senegal. Un compañero del Master que también trabajó conmigo en el Ministerio me habló de una ONG que organizaba cursos de cooperación sobre el terreno. Senegal era uno de los países donde esta organización estaba presente. Dado que mi trabajo en el Ministerio había sido sobre el África Subsahariana, me pareció acertado imitar a mi compañero y a eso dediqué mi verano. Reconozco que mi motivación se debió más a un ansia personal de viajar y pisar África que a un sentimiento altruista. 
El momento al que me refiero ocurrió en una playa. El lugar era precioso: la desembocadura de un río africano, salvaje e insultante en su inmensidad; palmeras cocoteras; arena blanca y fina; un grupo simpático de jóvenes y una sensación (que me hizo sentir una lástima enorme por los africanos) de estar en un paraje precioso pero completamente aislado del mundo. Bailábamos a la luz de una luna llena, al son de ritmos africanos, con el cuerpo templado por el alcohol, mientras el agua salada acariciaba nuestros pies. Recuerdo sentirme afortunado; sabía que recordaría la experiencia toda mi vida. Pero yo sólo estaba de paso. Al acabar el mes, algunos regresaríamos al confort de Occidente. Otros, permanecerían en ese lugar remoto el resto de sus vidas.
Recuerdo la contradicción entre las ideas que algunos "cooperantes" tenían sobre este lugar y los deseos verdaderos de los habitantes locales. Mientras que los extranjeros se inclinaban por mantenerlo tal como estaba: virgen y sin explotar, el guía me contaba que deseaba ver inversiones hoteleras que atraerían turistas y crearían empleo y riqueza. Yo puedo entender ese anhelo por parte de los que allí estábamos de vacaciones (más que de otra cosa), porque era el mío propio. Pero que duda cabe que los argumentos de nuestro guía y las necesidades de los senegaleses eran más imperiosas que nuestra ansia conservadora. Que, repito, puedo entender. Pero lo que no comprendía eran otras cosas.
Cuando se conversa con cooperantes hay temas recurrentes: la indiferencia de Occidente hacia el continente negro y los males del capitalismo y el comercio. Como estudiante de Historia se estudia el valor del comercio en el desarrollo humano. De ahí el famoso dicho de que los mares unen, no separan. Quien no ha oído hablar de El Libro de las Maravillas, de Marco Polo, donde se nos describe el mundo de las caravanas del desierto y la famosa Ruta de la Seda que promovía intercambios comerciales (y culturales) entre Occidente y el Lejano Oriente; y que además, permitía la economía de escala. Cómo no recordar a los fenicios, que colonizaron el Mediterráneo y crearon ciudades como Cartago, Cádiz o Tiro y Sidón. Los restos de estos dos enclaves siguen en pie en la costa libanesa, a modo de homenaje a aquellos hombres intrépidos. Sus herederos actuales han mantenido viva la tradición y hoy dominan Africa Occidental. Todos los libaneses que conocí tanto en Nigeria como en Sierra Leona, eran millonarios y mi estancia allí no habría sido la misma sin su amistad. En su libro, Travels to the Ends of the Earth, Robert Kaplan explica como los libaneses son los únicos capaces de operar un restaurante y ofrecer la misma calidad que en Occidente, en una Sierra Leona rota por una guerra civil atroz.
El maldito comercio, que junto a la guerra y la prostitución se debe contar entre las actividades más antiguas de la humanidad.
Pues bien, yo, que le había dedicado casi un año a la preparación de un documento que recogía las diferentes conclusiones de las numerosas cumbres internacionales donde África era el principal tema, escuchaba, atónito, algunas opiniones. Mientras Occidente tomaba medidas -y de nuevo, no por altruismo si no por puro interés nacional (que es la mejor manera de garantizar que las cosas se hagan bien), no había manera de convencer a aquellas personas de que sus puntos de vista eran desacertados. De nuevo Gabriel Albiac: "no hay realidad que pueda con un sistema de prejuicios bien codificado". (Es la enésima vez que empleo esta cita, pero es acertadísima).
Recuerdo el consabido comentario: " el comercio está bien siempre y cuando no se olvide de las personas." Como si el comercio fuera un ente con vida propia y no personas los comerciantes. Pero esta misma chica, a continuación, recomendaba a los empleados del campamento donde vivíamos, augurándoles un éxito seguro, vender y comercializar sus mermeladas artesanales que desayunábamos gustosamente todas las mañanas. Me asombraba esa capacidad de decir una cosa y la contraria en el espacio de cinco minutos.
Por lo menos, la monitora mostraba más sentido común y cuando criticaban a la iglesia (otro tema recurrente) reconocía la labor de los misioneros (ahí está el recientemente fallecido sacerdote español contagiado por el Ébola) y de personas como María Teresa de Calcuta y Vicente Ferrer, o el compañero religioso de nuestro querido José Ignacio, que pide el mismo eco mediático para los niños de Sierra Leona que el que ha tenido el perro de la mujer española contagiada por el Ébola. Miserables son los comentarios que he leído criticándole por esto.
Jamás escuché a ninguno de mis compañeros hablar de la responsabilidad de los africanos en su falta de desarrollo: la corrupción generalizada entre los gobiernos africanos, el etnicismo perenne que lastra el surgir de sentimientos nacionales que empujen a los africanos a trabajar juntos en aras de un futuro mejor, la escasa iniciativa emprendedora y trabajadora, la mentalidad victimista que inmoviliza y merma la capacidad de reacción, o de como algunos promueven y se benefician del caos y la violencia permanente.
No sé si fue Javier Reverte quien dijo que África es el continente más literario. Efectivamente, su historia terrible se lee en las páginas de Vagabundo en Africa, El Sueño de Africa, Los Caminos Perdidos de Africa (Javier Reverte); El Corazón de las Tinieblas (Joseph Conrad); El Sueño del Celta (Vargas Llosa); The Heart of the Matter (Graham Greene), Mountains of the Moon (Richard Burton) y otros... África, embaucadora y misteriosa, avivó nuestra curiosidad e incitó a la codicia. Europa la dividió y saqueó y, al marcharse, dejó tras de sí una población sin medios e instruida para seguir su ejemplo. Ahora, las elites han instrumentalizado la violencia y convertido el desorden en una forma de vida. Los grupos dominantes no ven el acceso al poder como un servicio al Estado, sino como la apropiación de sus recursos, para repartir entre sus redes clientelares.
Occidente es responsable de gran parte de ese sufrimiento y la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorée es recordatorio de un crimen que, como diría John Steinbeck, va más allá de la denuncia. Esta isla pequeña y tranquila, que por lo demás es un sitio precioso, romperá el corazón del más aguerrido turista. La Casa de los Esclavos es un recinto pequeño, dividido en varias habitaciones destinadas a albergar a los desarraigados forzosamente de sus hogares que jamás volverían a ver a los suyos. Separadas de ellos, las mujeres tenían que soportar escuchar los llantos de sus hijos pequeños en la habitación contigua sin poder hacer nada, mientras los hombres recibían una alimentación especial destinada a garantizar que hicieran la terrorífica travesía transoceánica con mayores garantías de sobrevivir. La inscripción actual sobre la puerta al final del pasillo empedrado que conducía a un futuro miserable lee hoy: "Para un viaje sin retorno, iban con los ojos fijos en el infinito del sufrimiento".
Nadie ha descrito África mejor que Kapuscinski, ni nadie la ha fotografiado mejor que Sebastiao Salgao. El reportero polaco describe, en Ebano, el enorme complejo de inferioridad que la esclavitud creó en los africanos y la herida sin cicatrizar que permanece en esa "inmensa mayoría que desde que nace hasta que muere, vive bajo el sol". Kapuscinski lleva a Africa en la sangre, en el corazón y en la memoria. Pero si no recuerdo mal, no cuenta lo más terrible. Que además de la activa participación en ella de distintos países europeos, la esclavitud fue posible debido a la colaboración de los caciques y reyezuelos africanos. Estos secuestraban a sus compatriotas en el interior del continente y organizaban caravanas de esclavos que luego vendían a traficantes blancos. Africanos negros sometidos, subyugados y explotados por otros africanos negros. Esa también es la historia. Tampoco cuenta que fue Occidente quién abolió la esclavitud, mientras que según denuncia la ONU, en ciertas zonas de África, subsiste, hoy, la práctica de la esclavitud y su venta por parte de mercaderes musulmanes. ¿Acaso no lo hemos visto en Nigeria con Boko Haram?
En Aqaba he experimentado otros "momentos". Uno ya lo describí en una entrada anterior. Otros han sido más recientes. Esta pequeña ciudad a las orillas del Mar Rojo merece ser visitada por dos motivos. Por el mar que baña sus playas; y en segundo lugar, porque si se llega a ella desde Amán, se puede observar un paisaje de arena roja y formaciones rocosas que a mi me parece precioso e infinitamente más bonito que el desierto lunar que se extiende hacia el este del país. Mientras uno sugiere lo que Pierre Lotti describe como "un lento paseo por el desierto"; el otro es la nada más absoluta.
El Mar Rojo está considerado uno de los lugares más atractivos del mundo para hacer submarinismo. De las cuatro veces que he estado, la que más disfruté fue la anterior al verano, en junio. Es esta la época en la que el sol luce con mayor brillo e intensidad. Por ello, la luminosidad bajo el agua es mayor y permite apreciar el inmenso abanico de colores que subyace bajo la superficie. Y puesto que las aguas no son muy profundas y el coral se encuentra cerca de la playa, el espectáculo es sobrecogedor. El momento cumbre fue cuando divisámos una raya de unos tres metros de largo, acostada sobre el lecho marino, removiendo la arena del fondo para alimentarse.
Yo no soy muy amigo de la playa, pero tiene el mar algo que cautiva. Cuando penetro en ese cuerpo extraño siempre lo hago con una cierta aprensión. Sin embargo, una vez que uno se acostumbra y se deja llevar, no puede evitar maravillarse. Sobre todo en lugares como este. Una de las veces que hacía snorkling me adentré en el mar más de lo normal. Llevaba un rato en el agua y mi cuerpo comenzaba a destemplarse. Me preparaba para regresar a la orilla. Pero justo en ese momento me di la vuelta. Donde antes no había nada, veía ahora cientos de peces de diferentes colores y formas, suspendidos armoniosamente bajo el agua y al alcance de mi mano. Me sentí sobrecogido. La naturaleza es extraordinaria y, a veces, nos hace sentir insignificantes, como si nuestra única misión en la vida fuera admirar su belleza.
Otro de estos momentos ha sido sentado en el pequeño porche del hotel, una copa de Captain Morgan y una puesta de sol en el horizonte. En la orilla opuesta de este estrecho brazo de mar, el perfil de las montañas del desierto del Sinaí y en primer plano la silueta de una palmera. El sonido arrullador de las olas del mar y esa luz tenue del anochecer que, minutos antes de desaparecer, recupera una intensidad cegadora. Lo mejor de esos momentos es la tranquilidad que le invade a uno y el convencimiento de que es allí donde debería estar y no en lugar otro.
Es en Aqaba donde me he llevado la peor impresión de los árabes-musulmanes. Es esta una ciudad extraña. Tiene un régimen económico propio que le permite vender cosas, como el alcohol, a precios más bajos que en el resto del país. Como el turismo es una de las principales fuentes de ingresos de un país con una economía canija, se precisa mostrarse más tolerante con los extranjeros. Especialmente, cuando se trata de un lugar con playa. La segunda vez que fui, coincidí allí con otros compañeros de Qasid. Varios eran chicas. Hasta aquí todo normal. Pero cuando decidimos ir a la playa a disfrutar de las maravillas submarinas de este lugar, tuvimos la mala fortuna de concidir con un día de lleno pleno. Nos parecía que se había congregado allí toda la población de Jordania. Y claro, cuando las chicas se quitaron las camisetas y se quedaron en bikini para sumergirse en el agua, de repente, sentimos infinidad de miradas sobre nosotros. Hombres que estaban allí con sus mujeres tapadas de arriba abajo, no podían evitar mirar de reojo a chicas jóvenes con piel blanca y cabellos rubios; jóvenes posaban descaradamente cerca de nosotros para que algún colega les sacara una foto. Nos pareció un espectáculo patético y nos impidió disfrutar de aquello con naturalidad. Al marcharnos, podíamos sentir cientos de ojos clavados en nuestros cogotes. Basta decir que los chicos del grupo nos sentimos tan violentos o más, que las chicas.
A mi esto me habla de la represión sexual que se debe vivir en estos países. Hay gente que vive al margen de las convenciones -siempre con mucha sutileza- pero no son numerosos. Dado que las mujeres sienten que tiene que cubrirse hasta para ir a la playa (¿¿¿¿????), en cuanto una chica enseña las piernas, algunos no pueden evitar mirar descaradamente y hasta tocar. A más de una occidental le he escuchado historias de acoso y hasta algún tío se ha visto en situación comprometida. Claro, los homosexuales de aquí creen que tiene más posibilidades con los occidentales, que viven su sexualidad de una manera más normal. Una compañera mía sueca, rubia y de ojos azules, llegó una vez a Qasid con el disgusto de que el taxista que le había conducido a clase, le había besado la mano. Otro compañero nos contó su experiencia. Volviendo de noche a casa en un taxi, el conductor le ofreció hachís para fumar. Mi compañero, deseoso de integrarse, aceptó, pensando que tendría que ver con la famosa hospitalidad árabe. Pero al ver que el conductor no frenaba al llegar a su casa, objetó. El taxista, que tenía su plan, le condujo a un callejón oscuro y apartado. Allí se puso a charlar animadamente con nuestro compañero, atontado por la droga. En un momento, el conductor descubrió sus cartas al preguntarle, directamente, si le gustaba el sexo. A lo que nuestro conocido respondió que sí, que claro. Para ver a continuación como el desconocido le decía que si le apetecía sexo ahora, mientras su mano se deslizaba por el interior del muslo de un americano muy confundido. Nuestro colega, herido en su masculinidad y, sobresaltado por una situación un tanto violenta, saltó fuera del coche y se marchó, no sin antes, educado él, pagar lo que debía. Imaginamos que el conductor se quedaría con tres palmos de ... narices.
Sí, Jordania es el único país árabe de la zona donde se puede estar con cierta tranquilidad; y sí, sus monarcas son bastante pro-occidentales. Pero sigue siendo una sociedad mayoritariamente conservadora. Una de mis primeras incursiones al centro de Amán, donde está ubicada la Mezquita del Rey Hussein, fue un viernes, día sagrado en el Islam (equivalente a nuestro domingo). Es a esta oración a la que acuden los hombres más piadosos y cuando se escucha el sermón del Imán. Pues bien, al contrario que las palabras que un cura dirige a su parroquia y donde trata, solamente, cosas de la fé, un Imán suele hablar de temas variados: desde asuntos sociales a políticos y religiosos. Por eso no me extrañó escuchar -en realidad fue la única que comprendí por aquel entonces- la palabra "América" en mitad de aquella perorata, que más que un discurso para alimentar el alma, me pareció, sobre todo por el tono, el de un agitador. Igualmente, tampoco me sorprendió escuchar, en otra ocasión y otra mezquita, una alusión a la calle Rainbow. Esta calle está repleta de pequeños cafés y restaurantes y es lugar preferido por los occidentales y turistas. Supongo que los más conservadores lo consideran una amenaza para su estilo de vida.
Algo así como la calle del pecado.