Mi
llegada a Amán, capital de Jordania, se produjo el 29 de agosto con total
normalidad. Aunque estaba muy cansado por la mudanza de mi piso, no dormí mucho
en el avión y me entretuve con varias películas durante el trayecto. También
dediqué mi tiempo a reflexionar sobre la experiencia en la que estaba a punto
de embarcarme, o más bien, ya me había embarcado. Llevaba un año estudiando el
idioma árabe en España a razón de dos días por semana, clases de hora y media. Algo
del idioma se aprende así, pero la frustración puede ser mayor que la
satisfacción cuando el progreso es lento. Y si algo he aprendido enseñando inglés
es que, en algún momento, es imprescindible irse a un país donde se hable la lengua
que quieres aprender. El salto cualitativo que se produce es enorme. Y creo que
esto es todavía más importante cuando se trata de una lengua tan diferente y
complicada como el árabe.
Al llegar a Amán, me esperaba Aiman,
empleado de Qasid (Instituto en el que estudio). El aeropuerto me produjo buena
impresión: amplio, limpio y bastante moderno. Mientras me dirigía hacia
aduanas, me crucé con un cartel que anunciaba una actuación de Julio Iglesias.
Aunque conocía la proyección internacional del artista español, nunca sospeché
que se le escuchaba por estas tierras. Cuando pasé junto al cartel, no puede
evitar una leve sonrisa.
Aunque era tarde, tuvimos que esperar a
que llegara otra chica del programa, de nacionalidad australiana y procedente
de El Cairo. No tardó mucho y aunque su maleta no había llegado, Aiman nos
llevó a nuestros respectivos pisos. Yo había solicitado un piso compartido y al
entrar por la puerta a esas horas suponía que mis compañeros estarían dormidos.
Dejé mis maletas y me di una vuelta rápida para reconocer el piso: una casa
grande con tres dormitorios, cocina, dos baños y un aseo y una pequeña sala de
estar. Me preparé para dormir y me acosté pensando cómo serían mis compañeros.
La mañana siguiente me levanté sobre
las 11:00 y me fui a dar un paseo para conocer un poco los alrededores de la
casa y comprobar si la distancia hasta Qasid era asequible andando. No lo
era; además del calor, se tarda unos 45 minutos andando por un
trayecto que no tiene aceras ni pasos de peatones y donde el tráfico es lo
suficientemente caótico como para desincentivar al más intrépido peatón. Aunque
al principio impone, uno pronto se acostumbra a cruzar la calle por cualquier
lugar, sobre todo al ver que los conductores suelen aminorar. A estas alturas ya
soy un experto a la hora de pasar de una acera a otra.
Para entonces ya se me abría el
apetito, así que entre en un restaurante donde pude disfrutar de un exquisito
kebab de pollo. Después y debido a unas rozaduras causadas por mis nuevas
zapatillas de senderismo, regresé al piso. Fue entonces cuando conocí a mis
compañeros.
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