sábado, 18 de octubre de 2014

MOMENTOS

Existen momentos en la vida que nos gustaría congelar, a modo de instantánea, para poder disfrutarlos eternamente. Instantes fugaces asociados a lugares o personas. Los míos han ocurrido acercándose la noche, ninguno de día. Pero claro, la luz es previsible y luminosa. La oscuridad, misteriosa y enigmática.
En Senegal experimenté uno que recuerdo con claridad. Fui a este país en el año 2006. Tras finalizar un Master en Relaciones Internacionales, tuve la posibilidad de trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores redactando con el Embajador M.A.F.M, el Plan África 2006. Un intento de redefinir la presencia española en el Continente Negro. Para ello hablamos con gente de diferentes Ministerios y organismos públicos, tratando de sintetizar toda la información en un documento razonable y juicioso. La tarea era complicada, entre otras cosas, porque el Embajador no estaba demasiado entusiasmado con la labor y porque su idiosincrasia se rebelaba contra las directrices políticas del momento: frente al buenismo voluntarista, él oponía responsabilidad; frente a la idea de ayudar sin ninguna contrapartida a cambio, él oponía razón de estado. Sólo recientemente los españoles nos hemos enterado de en qué se han gastado nuestros impuestos. Cuando me reuní con un periodista de La Gaceta, me comentó que durante aquella época a la que me refiero, se habían concedido ayudas millonarias al desarrollo firmadas en servilletas de papel a modo de pagarés. (Breve paréntesis para recomendaros a todos el ensayo de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido)
Disculpad la digresión. Estábamos en 2006 de camino a Senegal. Un compañero del Master que también trabajó conmigo en el Ministerio me habló de una ONG que organizaba cursos de cooperación sobre el terreno. Senegal era uno de los países donde esta organización estaba presente. Dado que mi trabajo en el Ministerio había sido sobre el África Subsahariana, me pareció acertado imitar a mi compañero y a eso dediqué mi verano. Reconozco que mi motivación se debió más a un ansia personal de viajar y pisar África que a un sentimiento altruista. 
El momento al que me refiero ocurrió en una playa. El lugar era precioso: la desembocadura de un río africano, salvaje e insultante en su inmensidad; palmeras cocoteras; arena blanca y fina; un grupo simpático de jóvenes y una sensación (que me hizo sentir una lástima enorme por los africanos) de estar en un paraje precioso pero completamente aislado del mundo. Bailábamos a la luz de una luna llena, al son de ritmos africanos, con el cuerpo templado por el alcohol, mientras el agua salada acariciaba nuestros pies. Recuerdo sentirme afortunado; sabía que recordaría la experiencia toda mi vida. Pero yo sólo estaba de paso. Al acabar el mes, algunos regresaríamos al confort de Occidente. Otros, permanecerían en ese lugar remoto el resto de sus vidas.
Recuerdo la contradicción entre las ideas que algunos "cooperantes" tenían sobre este lugar y los deseos verdaderos de los habitantes locales. Mientras que los extranjeros se inclinaban por mantenerlo tal como estaba: virgen y sin explotar, el guía me contaba que deseaba ver inversiones hoteleras que atraerían turistas y crearían empleo y riqueza. Yo puedo entender ese anhelo por parte de los que allí estábamos de vacaciones (más que de otra cosa), porque era el mío propio. Pero que duda cabe que los argumentos de nuestro guía y las necesidades de los senegaleses eran más imperiosas que nuestra ansia conservadora. Que, repito, puedo entender. Pero lo que no comprendía eran otras cosas.
Cuando se conversa con cooperantes hay temas recurrentes: la indiferencia de Occidente hacia el continente negro y los males del capitalismo y el comercio. Como estudiante de Historia se estudia el valor del comercio en el desarrollo humano. De ahí el famoso dicho de que los mares unen, no separan. Quien no ha oído hablar de El Libro de las Maravillas, de Marco Polo, donde se nos describe el mundo de las caravanas del desierto y la famosa Ruta de la Seda que promovía intercambios comerciales (y culturales) entre Occidente y el Lejano Oriente; y que además, permitía la economía de escala. Cómo no recordar a los fenicios, que colonizaron el Mediterráneo y crearon ciudades como Cartago, Cádiz o Tiro y Sidón. Los restos de estos dos enclaves siguen en pie en la costa libanesa, a modo de homenaje a aquellos hombres intrépidos. Sus herederos actuales han mantenido viva la tradición y hoy dominan Africa Occidental. Todos los libaneses que conocí tanto en Nigeria como en Sierra Leona, eran millonarios y mi estancia allí no habría sido la misma sin su amistad. En su libro, Travels to the Ends of the Earth, Robert Kaplan explica como los libaneses son los únicos capaces de operar un restaurante y ofrecer la misma calidad que en Occidente, en una Sierra Leona rota por una guerra civil atroz.
El maldito comercio, que junto a la guerra y la prostitución se debe contar entre las actividades más antiguas de la humanidad.
Pues bien, yo, que le había dedicado casi un año a la preparación de un documento que recogía las diferentes conclusiones de las numerosas cumbres internacionales donde África era el principal tema, escuchaba, atónito, algunas opiniones. Mientras Occidente tomaba medidas -y de nuevo, no por altruismo si no por puro interés nacional (que es la mejor manera de garantizar que las cosas se hagan bien), no había manera de convencer a aquellas personas de que sus puntos de vista eran desacertados. De nuevo Gabriel Albiac: "no hay realidad que pueda con un sistema de prejuicios bien codificado". (Es la enésima vez que empleo esta cita, pero es acertadísima).
Recuerdo el consabido comentario: " el comercio está bien siempre y cuando no se olvide de las personas." Como si el comercio fuera un ente con vida propia y no personas los comerciantes. Pero esta misma chica, a continuación, recomendaba a los empleados del campamento donde vivíamos, augurándoles un éxito seguro, vender y comercializar sus mermeladas artesanales que desayunábamos gustosamente todas las mañanas. Me asombraba esa capacidad de decir una cosa y la contraria en el espacio de cinco minutos.
Por lo menos, la monitora mostraba más sentido común y cuando criticaban a la iglesia (otro tema recurrente) reconocía la labor de los misioneros (ahí está el recientemente fallecido sacerdote español contagiado por el Ébola) y de personas como María Teresa de Calcuta y Vicente Ferrer, o el compañero religioso de nuestro querido José Ignacio, que pide el mismo eco mediático para los niños de Sierra Leona que el que ha tenido el perro de la mujer española contagiada por el Ébola. Miserables son los comentarios que he leído criticándole por esto.
Jamás escuché a ninguno de mis compañeros hablar de la responsabilidad de los africanos en su falta de desarrollo: la corrupción generalizada entre los gobiernos africanos, el etnicismo perenne que lastra el surgir de sentimientos nacionales que empujen a los africanos a trabajar juntos en aras de un futuro mejor, la escasa iniciativa emprendedora y trabajadora, la mentalidad victimista que inmoviliza y merma la capacidad de reacción, o de como algunos promueven y se benefician del caos y la violencia permanente.
No sé si fue Javier Reverte quien dijo que África es el continente más literario. Efectivamente, su historia terrible se lee en las páginas de Vagabundo en Africa, El Sueño de Africa, Los Caminos Perdidos de Africa (Javier Reverte); El Corazón de las Tinieblas (Joseph Conrad); El Sueño del Celta (Vargas Llosa); The Heart of the Matter (Graham Greene), Mountains of the Moon (Richard Burton) y otros... África, embaucadora y misteriosa, avivó nuestra curiosidad e incitó a la codicia. Europa la dividió y saqueó y, al marcharse, dejó tras de sí una población sin medios e instruida para seguir su ejemplo. Ahora, las elites han instrumentalizado la violencia y convertido el desorden en una forma de vida. Los grupos dominantes no ven el acceso al poder como un servicio al Estado, sino como la apropiación de sus recursos, para repartir entre sus redes clientelares.
Occidente es responsable de gran parte de ese sufrimiento y la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorée es recordatorio de un crimen que, como diría John Steinbeck, va más allá de la denuncia. Esta isla pequeña y tranquila, que por lo demás es un sitio precioso, romperá el corazón del más aguerrido turista. La Casa de los Esclavos es un recinto pequeño, dividido en varias habitaciones destinadas a albergar a los desarraigados forzosamente de sus hogares que jamás volverían a ver a los suyos. Separadas de ellos, las mujeres tenían que soportar escuchar los llantos de sus hijos pequeños en la habitación contigua sin poder hacer nada, mientras los hombres recibían una alimentación especial destinada a garantizar que hicieran la terrorífica travesía transoceánica con mayores garantías de sobrevivir. La inscripción actual sobre la puerta al final del pasillo empedrado que conducía a un futuro miserable lee hoy: "Para un viaje sin retorno, iban con los ojos fijos en el infinito del sufrimiento".
Nadie ha descrito África mejor que Kapuscinski, ni nadie la ha fotografiado mejor que Sebastiao Salgao. El reportero polaco describe, en Ebano, el enorme complejo de inferioridad que la esclavitud creó en los africanos y la herida sin cicatrizar que permanece en esa "inmensa mayoría que desde que nace hasta que muere, vive bajo el sol". Kapuscinski lleva a Africa en la sangre, en el corazón y en la memoria. Pero si no recuerdo mal, no cuenta lo más terrible. Que además de la activa participación en ella de distintos países europeos, la esclavitud fue posible debido a la colaboración de los caciques y reyezuelos africanos. Estos secuestraban a sus compatriotas en el interior del continente y organizaban caravanas de esclavos que luego vendían a traficantes blancos. Africanos negros sometidos, subyugados y explotados por otros africanos negros. Esa también es la historia. Tampoco cuenta que fue Occidente quién abolió la esclavitud, mientras que según denuncia la ONU, en ciertas zonas de África, subsiste, hoy, la práctica de la esclavitud y su venta por parte de mercaderes musulmanes. ¿Acaso no lo hemos visto en Nigeria con Boko Haram?
En Aqaba he experimentado otros "momentos". Uno ya lo describí en una entrada anterior. Otros han sido más recientes. Esta pequeña ciudad a las orillas del Mar Rojo merece ser visitada por dos motivos. Por el mar que baña sus playas; y en segundo lugar, porque si se llega a ella desde Amán, se puede observar un paisaje de arena roja y formaciones rocosas que a mi me parece precioso e infinitamente más bonito que el desierto lunar que se extiende hacia el este del país. Mientras uno sugiere lo que Pierre Lotti describe como "un lento paseo por el desierto"; el otro es la nada más absoluta.
El Mar Rojo está considerado uno de los lugares más atractivos del mundo para hacer submarinismo. De las cuatro veces que he estado, la que más disfruté fue la anterior al verano, en junio. Es esta la época en la que el sol luce con mayor brillo e intensidad. Por ello, la luminosidad bajo el agua es mayor y permite apreciar el inmenso abanico de colores que subyace bajo la superficie. Y puesto que las aguas no son muy profundas y el coral se encuentra cerca de la playa, el espectáculo es sobrecogedor. El momento cumbre fue cuando divisámos una raya de unos tres metros de largo, acostada sobre el lecho marino, removiendo la arena del fondo para alimentarse.
Yo no soy muy amigo de la playa, pero tiene el mar algo que cautiva. Cuando penetro en ese cuerpo extraño siempre lo hago con una cierta aprensión. Sin embargo, una vez que uno se acostumbra y se deja llevar, no puede evitar maravillarse. Sobre todo en lugares como este. Una de las veces que hacía snorkling me adentré en el mar más de lo normal. Llevaba un rato en el agua y mi cuerpo comenzaba a destemplarse. Me preparaba para regresar a la orilla. Pero justo en ese momento me di la vuelta. Donde antes no había nada, veía ahora cientos de peces de diferentes colores y formas, suspendidos armoniosamente bajo el agua y al alcance de mi mano. Me sentí sobrecogido. La naturaleza es extraordinaria y, a veces, nos hace sentir insignificantes, como si nuestra única misión en la vida fuera admirar su belleza.
Otro de estos momentos ha sido sentado en el pequeño porche del hotel, una copa de Captain Morgan y una puesta de sol en el horizonte. En la orilla opuesta de este estrecho brazo de mar, el perfil de las montañas del desierto del Sinaí y en primer plano la silueta de una palmera. El sonido arrullador de las olas del mar y esa luz tenue del anochecer que, minutos antes de desaparecer, recupera una intensidad cegadora. Lo mejor de esos momentos es la tranquilidad que le invade a uno y el convencimiento de que es allí donde debería estar y no en lugar otro.
Es en Aqaba donde me he llevado la peor impresión de los árabes-musulmanes. Es esta una ciudad extraña. Tiene un régimen económico propio que le permite vender cosas, como el alcohol, a precios más bajos que en el resto del país. Como el turismo es una de las principales fuentes de ingresos de un país con una economía canija, se precisa mostrarse más tolerante con los extranjeros. Especialmente, cuando se trata de un lugar con playa. La segunda vez que fui, coincidí allí con otros compañeros de Qasid. Varios eran chicas. Hasta aquí todo normal. Pero cuando decidimos ir a la playa a disfrutar de las maravillas submarinas de este lugar, tuvimos la mala fortuna de concidir con un día de lleno pleno. Nos parecía que se había congregado allí toda la población de Jordania. Y claro, cuando las chicas se quitaron las camisetas y se quedaron en bikini para sumergirse en el agua, de repente, sentimos infinidad de miradas sobre nosotros. Hombres que estaban allí con sus mujeres tapadas de arriba abajo, no podían evitar mirar de reojo a chicas jóvenes con piel blanca y cabellos rubios; jóvenes posaban descaradamente cerca de nosotros para que algún colega les sacara una foto. Nos pareció un espectáculo patético y nos impidió disfrutar de aquello con naturalidad. Al marcharnos, podíamos sentir cientos de ojos clavados en nuestros cogotes. Basta decir que los chicos del grupo nos sentimos tan violentos o más, que las chicas.
A mi esto me habla de la represión sexual que se debe vivir en estos países. Hay gente que vive al margen de las convenciones -siempre con mucha sutileza- pero no son numerosos. Dado que las mujeres sienten que tiene que cubrirse hasta para ir a la playa (¿¿¿¿????), en cuanto una chica enseña las piernas, algunos no pueden evitar mirar descaradamente y hasta tocar. A más de una occidental le he escuchado historias de acoso y hasta algún tío se ha visto en situación comprometida. Claro, los homosexuales de aquí creen que tiene más posibilidades con los occidentales, que viven su sexualidad de una manera más normal. Una compañera mía sueca, rubia y de ojos azules, llegó una vez a Qasid con el disgusto de que el taxista que le había conducido a clase, le había besado la mano. Otro compañero nos contó su experiencia. Volviendo de noche a casa en un taxi, el conductor le ofreció hachís para fumar. Mi compañero, deseoso de integrarse, aceptó, pensando que tendría que ver con la famosa hospitalidad árabe. Pero al ver que el conductor no frenaba al llegar a su casa, objetó. El taxista, que tenía su plan, le condujo a un callejón oscuro y apartado. Allí se puso a charlar animadamente con nuestro compañero, atontado por la droga. En un momento, el conductor descubrió sus cartas al preguntarle, directamente, si le gustaba el sexo. A lo que nuestro conocido respondió que sí, que claro. Para ver a continuación como el desconocido le decía que si le apetecía sexo ahora, mientras su mano se deslizaba por el interior del muslo de un americano muy confundido. Nuestro colega, herido en su masculinidad y, sobresaltado por una situación un tanto violenta, saltó fuera del coche y se marchó, no sin antes, educado él, pagar lo que debía. Imaginamos que el conductor se quedaría con tres palmos de ... narices.
Sí, Jordania es el único país árabe de la zona donde se puede estar con cierta tranquilidad; y sí, sus monarcas son bastante pro-occidentales. Pero sigue siendo una sociedad mayoritariamente conservadora. Una de mis primeras incursiones al centro de Amán, donde está ubicada la Mezquita del Rey Hussein, fue un viernes, día sagrado en el Islam (equivalente a nuestro domingo). Es a esta oración a la que acuden los hombres más piadosos y cuando se escucha el sermón del Imán. Pues bien, al contrario que las palabras que un cura dirige a su parroquia y donde trata, solamente, cosas de la fé, un Imán suele hablar de temas variados: desde asuntos sociales a políticos y religiosos. Por eso no me extrañó escuchar -en realidad fue la única que comprendí por aquel entonces- la palabra "América" en mitad de aquella perorata, que más que un discurso para alimentar el alma, me pareció, sobre todo por el tono, el de un agitador. Igualmente, tampoco me sorprendió escuchar, en otra ocasión y otra mezquita, una alusión a la calle Rainbow. Esta calle está repleta de pequeños cafés y restaurantes y es lugar preferido por los occidentales y turistas. Supongo que los más conservadores lo consideran una amenaza para su estilo de vida.
Algo así como la calle del pecado.




viernes, 29 de agosto de 2014

DE NUEVO EN ORIENTE MEDIO

Salgo de Occidente una vez más. Regreso al horno que es Oriente Medio, tierra seca y primitiva. Y lo hago con cierta cautela por lo que está ocurriendo alrededor de este pequeño oasis que es Jordania. Al norte, Siria en plena guerra civil; al este, en Irak, un sangriento y fanático IS; al oeste, Israel y Hamás acaban un nuevo asalto en su eterno conflicto; al noroeste, un Líbano tan impredecible como siempre. Uno no puede dejar de admirar el talento del fallecido rey Hussein II de Jordania. En una región volátil y para muchos, la más peligrosa del mundo, supo colocar a un país pequeño y sin recursos en el epicentro de la política internacional y convertirlo en un actor relevante y respetado por occidentales, israelíes y árabes. Y lo hizo por su perspicacia a la hora de reconocer que el pueblo judío había llegado para quedarse y su empeño y constancia en buscar una paz duradera para toda la región.
Después de mes y medio en España se me hacen más evidentes (incluso que la primera vez que vine) las diferencias entre mi civilización y la musulmana y sus efectos sobre mí: la contaminación asfixiante; el tráfico atronador; el aire denso y pesado; el calor electrizante; y por encima de todas, la claustrofobia que provoca una religión omnipresente y una cultura que esconde a  sus mujeres detrás de velos y pañuelos, pero sobre todo, que niega la autonomía del individuo y la somete al interés de la sociedad.
Escribo y pienso en aquellos en España que protestan por lo que consideran una presencia excesiva de la Iglesia Católica en la vida pública. Deberían pasar una temporada en un país musulmán. Les garantizo un hartazgo de religión. Las referencias constantes a Dios que el propio idioma árabe contiene; cinco llamadas al día a la oración (independientemente de que seas creyente o no las escuchas y, si vives y duermes a lado de una mezquita, las padeces); las preguntas constantes acerca de mi religión (he tenido que escuchar a un taxista decirme convencido que la suya, la musulmana, es la mejor religión de todas; y aguantar que un transeúnte me despachara con unas palmaditas condescendientes en la espalda, después de indicarme cómo ir a una iglesia y decirme que me ayudaría “a pesar de ser yo cristiano”); y sobre todo, una mentalidad que, sencillamente, no contempla la idea del agnosticismo o ateísmo (hasta el punto de que es mejor ser judío que agnóstico, porque por lo menos así crees en algo) o para quien el apóstata es incluso peor que el no creyente y merecedor de la muerte.
Efectivamente, como dice Bernard Lewis en su libro, La crisis del Islam: “en ningún otro aspecto se hacen tan evidentes las diferencias entre Islam y Cristianismo, como en la actitud de ambas –y de sus exponentes- hacia el gobierno, la religión y la sociedad.”
Mientras que de mis clases de confirmación recuerdo al catequista hablarnos del libre albedrío que nos ofrece Cristo a la hora de seguir o no sus enseñanzas, leo: “el Islam no es solamente cuestión de tener fe y practicarla; supone también una identidad y una lealtad –y para muchos, una identidad y una lealtad que trasciende a todas las demás”.
Aquí es pertinente la historia de, llamémosla ELLA, una mujer jordana que tuvo una relación con un conocido mío de Qasid. Cuando salíamos, nos insistía en el secretismo de estas salidas. Además de ser algo inapropiado por su posición de autoridad con respecto a nosotros, tampoco se ve bien del todo que una mujer musulmana tenga una relación con un no musulmán que, para mayor ofensa, es ateo.
Resulta que antes de las vacaciones de Navidad fuimos unos cuantos a ver la película de El Hobbit. ELLA nos acompañó. Aquel era un invierno frío y nevaba, dificultando el regreso a casa. Jordania no es un país preparado para la nieve y los taxis escaseaban. Y los que había, se aprovechaban de ello. ELLA y mi colega fueron los últimos en bajarse y tenían intención de hacerlo en casa de él. Pero al irse a bajar, el conductor, erigido en guardián de la virtud de una mujer que no conocía de nada, objetó. Pretendía conducirla a casa de ella, a pesar de que para ello tendría que subir una larga cuesta nevada, con el riesgo que conllevaba de quedarse atrapados en mitad de la noche. Esa opción le parecía mucho más apropiada que dejar a una mujer musulmana pasar la noche en casa de un occidental.
Con el tiempo ELLA nos confesó lo difícil que le había resultado lograr el grado de libertad del que disfrutaba (ni que decir tiene, que su familia desconoce este aspecto de su vida). Me explico. En Jordania, cuando una mujer acaba la Universidad, lo típico es regresar al hogar o casarse (la educación de las mujeres aquí no es vista como un vehículo hacia su emancipación, si no con vistas a convertirla en una mejor candidata para el matrimonio). Desafiando esta convención, ELLA explicó a su familia que ese no era su deseo. Tenía la suerte de disponer de un sueldo que le abría las puertas de una libertad limitada, pero libertad al fin y al cabo. Nos relató el enorme esfuerzo que supuso convencer a sus padres y su familia para poder vivir la vida que ella ansiaba. También nos contó como su hermanastra no tuvo la misma suerte. Al mostrar su entusiasmo y su deseo de seguir los pasos de ELLA, fue su propio hermano quien se lo prohibió. El hecho de que esta muchacha sea económicamente dependiente de él, dificulta enormemente sus propósitos.
Escuché esta historia poco después de leer un libro titulado “Honor killings”, escrito por una periodista turca. En él se cuentan diferentes casos de crímenes de honor ocurridos en Turquía, todos ellos protagonizados por kurdos. Casos de hijos que mataban a sus madres por engañar a sus maridos; padres que lisiaban a sus hijas por no tener un comportamiento lo suficiente musulmán; hermanos que asesinaban a sus hermanas por no ser lo suficientemente recatadas. Poco antes, en otro libro sobre Pakistán, país que el historiador Paul Johnson define como el “más peligroso del mundo”, su autora explicaba como en el campo, diferentes clanes acuerdan los matrimonios de sus hijos e hijas recién nacidos para evitar enfrentamientos sangrientos entre grupos, en caso de relaciones “inapropiadas” entre jóvenes en un futuro lejano.
ELLA es una metáfora perfecta de Jordania y, tal vez, del mundo musulmán. Un país que se debate entre la apertura y la tradición; entre la modernidad y el miedo a perder su identidad (pero ¿acaso ese miedo no muestra una enorme falta de confianza en sí mismos?) Esta lucha se me hacía evidente al observarla quitarse el hiyab cada vez que estaba a solas con nosotros, pero el empeño que ponía, al mismo tiempo, en defender su calidad de musulmana y su respeto a Alá.
Mi simpatía por esta mujer diminuta pero valiente aumentaba por momentos y, lo que en un principio creí impropio, con el tiempo pasé a verlo como un ejemplo  admirable de rebeldía.
Por eso causa estupor leer noticias como esta: http://www.libertaddigital.com/internacional/europa/2014-08-27/las-autoridades-britanicas-permitieron-el-abuso-de-1400-ninas-por-no-parecer-racistas-1276526803/. Los culpables eran pakistaníes, al parecer. De haber sido occidentales no se habrían beneficiado de semejante corrección política y habrían sido castigados. Pero si mostramos este relativismo frente a estas atrocidades, ¿qué mensaje estamos lanzando desde Europa a los sectores moderados y aperturistas del mundo árabe-musulmán y, sobre todo, a aquellas fuerzas irracionales y nihilistas que ya habitan entre nosotros? Cuando  el analista del Corriere della Sera, Magdi Allam, se convirtió al cristianismo, algún columnista español dijo que lo había hecho buscando el sector moderado del Islam. Yo no iría tan lejos, pero qué duda cabe que hoy más que nunca, Europa debe recuperar sus valores y mostrarse radical en su defensa. Ya sé que está mal la autocita, pero os mando un artículo mío al respecto: http://atthebarricades.blogspot.com/2009/01/quo-vadis-europa.html.
Por lo demás, aquí estoy, apurando mis últimos días de vacaciones (las clases empiezan el 4 de septiembre) y después de unos días un poco moviditos, ya estoy instalado. Pero ocurrió que antes de ir a España a pasar las vacaciones de verano, apalabré un apartamento con un jordano llamado Jorge. Me lo había recomendado una compañera de clase que lo había ocupado con anterioridad. El apartamento me pareció atractivo porque al estar separado de la vivienda de sus dueños, ofrece la ventaja de permitirme mantener mi independencia, al mismo tiempo que poder practicar el idioma con mis anfitriones. Además de estar cercano a aquellos lugares en torno a los cuales me moveré: Qasid (donde estudio), un supermercado y la ciudad deportiva donde voy al gimnasio. Tampoco está demasiado lejos del centro de Ammán.
Pues bien, antes que yo, lo ocupó un chico que al parecer trajo a amigos y lo que es peor, a amigas. En una sociedad que sigue siendo mayoritariamente conservadora, esto causó estupor (y no sé si hasta indignación). Y claro, como mis anfitriones son cristianos y mayores, no quieren problemas. Así que cuando recibieron las quejas de sus vecinos se pusieron en contacto conmigo. Me dijeron que, debido a esto, no podría disponer del apartamento, salvo durante un máximo de dos semanas, mientras encontraba otro lugar donde vivir. Cuando recibí el mail de Jorge, me contrarió. Mi intención había sido dejar ese tema zanjado para poder dedicarme a otras cosas al llegar a Jordania. Sobre todo no entendía porque tenía que pagar yo los fallos de otros.
El trayecto a Jordania fue vía El Cairo, donde hice escala durante unas tres horas. Si en Barajas me había zampado un bocadillo de chorizo, en el aeropuerto de El Cairo me zampé otro. La sensación que uno adquiere de tener que vigilar cada uno de sus actos para no ofender o por temor a hacer algo inapropiado a los ojos de los lugareños (es decir, la paranoia), me llevó a comerme mi bocadillo (de jamón serrano esta vez) con aprehensión y preguntándome si aquél o aquél otro egipcio que me miraba, lo hacía para mostrarme su disconformidad por estar yo consumiendo la carne de un animal considerado impuro por el Islam. Sea lo que fuere, me supo a gloria.
Llegado a Jordania y ya familiarizado con el lugar y el aeropuerto, pasar la aduana fue puro trámite, salvo por el hecho de que si cuando llegué en 2013 la visa costaba 20 dinares, ahora el precio es el doble. Una vez más me recogió Ayman con quien pude comprobar que no había olvidado tanto árabe como temía y el trayecto hasta mi apartamento transcurrió entre amenidades.
Al día siguiente de mi llegada me fui a ver un par de pisos que había apalabrado desde Madrid. Dio la casualidad que uno de ellos pertenecía al dueño de la última vivienda que ocupé antes del verano y aunque estuve muy contento con él, con la casa y con la zona, tenía el inconveniente de estar demasiado lejos de donde estudio. Ir a clase a diario y volver, me costaría unos 5 euros, que si se suman, al final de mes es un pico. Y este año el presupuesto es más apretado. Así que decidí hablar con Jorge y tratar de convencerle de que me dejara quedarme aquí. Me comprometí con él a no traer a gente al piso y traté de hacerle ver lo conveniente que me resultaba este lugar por las razones ya mencionadas. Él aceptó hablar con los vecinos que eran, al fin y al cabo, los molestos y trasladarles mi oferta. Y al parecer no hubo problema porque aquí estoy.

domingo, 6 de abril de 2014

JERASH

Jerash posee la belleza de las cosas bien hechas; la propia de aquello edificado para perdurar. Sus piedras milenarias representan el conjunto urbano mejor conservado de la Roma imperial. Es curioso, pero la mayor parte de este imperio se construyó durante la época republicana de su historia, mientras que una vez convertido en imperio, sus sucesivos gobernantes se limitaron a conservar lo conquistado y aunque realizaron alguna pequeña expansión, también llegaron a renunciar a algunos territorios.
Esta antigua ciudad romana está situada a unos 50 km de Amán. Se puede visitar por la mañana, comer en alguno de los restaurantes próximos y estar de regreso en la capital por la noche. Es una excursión que bien merece la pena y cualquier turista que venga a este país debería considerarlo visita obligada.  
Fui a verla al poco de llegar. Después del castillo medieval construido por Saladino, Ajloun, fue mi segunda excursión en esta tierra desértica pero rica en historia. Si aquella vez no me impresionó demasiado el arco de Adriano que marca la entrada, esta vez regresé a casa conmovido por la belleza de este lugar. La ciudad actual no ofrece ninguna pista sobre un pasado ilustre pero basta atravesar el imponente arco para percatarse de que en tiempos pasados no fue un lugar atrasado, sino una ciudad de enorme riqueza e importancia. En su cenit en el siglo III d.C. contaba con entre 15000 y 20000 habitantes. Los restos cubren una inmensa extensión y pueden llegar a abrumar porque no existe ningún tipo de señalización.
Me acompañaron James, Rowley y una par de compañeras de Qasid: una chica americana que se llama Claire y otra sueca, llamada Linn. Acudimos esperando poder presenciar un espectáculo de aurigas, como indicaban nuestras guías de viaje. Desafortunadamente, ya no ofrecen esa atracción, así que nos quedamos con las ganas.
Cogimos un autobús en la estación de Tabarbour, desde donde se realizan las salidas hacia el norte, que está bastante mejor conectado que el sur pues al haber mayor vegetación en esta parte del país, resulta más habitable.
Por lo que vi y por lo que he leído en mi guía (cortesía de Pedro y Daniela), la ciudad estaba dividida en dos por un wadi, o pequeño río. La ciudad amurallada de la parte oeste del wadi, se reservaba para las actividades administrativas, comerciales, cívicas y religiosas, y está embellecida con majestuosos monumentos, baños y fuentes públicas. Aunque este enclave ya estaba habitado en el Neolítico y fue constituida como ciudad durante el reinado de Alejandro Magno, un paseo por ruinas es suficiente para apreciar que Jerash es, ante todo, una obra romana.
Al recorrer su avenida principal y pasear entre sus columnas pensaba en la grandeza de una civilización que siempre me ha apasionado y que, en mi opinión, es la más grande entre las grandes. ¿Cómo pudo una aldea de pastores miserables dominar primero la península italiana y después la casi totalidad del mundo conocido? ¿Qué llevó a una civilización de vocación intelectual a desarrollar semejante maquinaria bélica y a elevarse a tanta altura por encima de sus coetáneas en los campos del arte y la ciencia?
Merece la pena leer la escasa literatura de ficción sobre este pueblo. Los libros de Robert Graves, Yo Claudio y Claudio el Dios; o la espléndida biografía sobre Adriano, de Margarite Yourceanur; o las ficticias Memorias de Agripina, de Pierre Grimal. Es este filólogo quien mejor ha captado la esencia de un pueblo que ha dejado una profunda huella en la historia de Occidente.
La mayor herencia que nos ha dejado Roma ha sido la difusión de la civilización que recibió de Grecia. En este sentido, el helenismo transformó los hábitos y la mentalidad de los romanos hasta tal punto, que la fusión de estas dos civilizaciones llegó a llamarse cultura grecorromana o grecolatina.
Roma sometió a los pueblos conquistados a sus leyes, creando así una unidad política donde más tarde, impuso su cultura. Pero también asimiló aspectos de las culturas sometidas (sobre todo en el campo de la religión). Esto favoreció la difusión de su lengua, el latín, como del cristianismo, una vez se legalizó esta religión, tras el Edicto de Milán de 313 mediante el Emperador Contantino.
No existe campo del conocimiento humano donde la huella romana no esté presente. En Literatura, la Eneida y la Epopeya, escritas por Ovidio y Horacio respectivamente, e inspiradas en la Iliada y la Odisea, constituyen el mayor triunfo de la lengua latina. En Filosofía tenemos a Seneca, Cicerón, Lucrecio y al mismísimo emperador Marco Aurelio. Por su parte, la historiografía romana está íntimamente ligada a la evolución política que lleva al colapso de la Republica a la instauración del Imperio y a las propias nociones de ciudadanía y patriotismo generadas por el Estado romano. Valgan como ejemplos, Suetonio con  su obra Los Doce Césares o Tito Livio, gran defensor del legado de Augusto. En lo político, basta decir que los padres fundadores de Estados Unidos se basaron en el sistema romano a la hora de diseñar el suyo propio, que ha permitido a este país mantener elecciones democráticas de manera ininterrumpida durante, prácticamente, doscientos años. Por no hablar ya del imponente legado artístico y arquitectónico del que en España gozamos de amplias muestras.
Los orígenes de una civilización resultan siempre interesantes para el estudioso de la historia. Y hoy, cuando la crisis de Europa como civilización es tan evidente puede reconfortarnos echar la mirada atrás y ver dónde están las raíces de nuestro presente. A mi juicio, una de las principales razones que hicieron de los romanos una gran nación fue su capacidad de unirse en la adversidad. Así lo hicieron durante la Segunda Guerra Púnica. Aníbal, tras una heroica marcha a través de los Alpes y una campaña militar brillante donde derrotó y decimó a las fuerzas romanas en las batallas de Tesina, Trebia y el lago Trasimeno llegó a las puertas de Roma. Pero éstos, orgullosos, se negaron a rendirse al gran general cartaginés que “les había jurado odio eterno”. Ante la imposibilidad de mantener un asedio, Aníbal tuvo que retirarse hacia el Sur, lo que le valió la famosa frase de uno de sus generales, “sabes vencer, Aníbal, pero no aprovechar tus victorias”. En Cannas, con una relación de fuerzas de tres a uno en contra, Aníbal logró envolver al ejército enemigo y aniquilarlo completamente. Pero efectivamente, la batalla definitiva se produjo en tierras cartaginesas en las llanuras de Zama, que supuso el fin del poderío cartaginés y la hegemonía definitiva romana en el Mediterráneo.
Tal vez, quien mejor haya definido la aportación romana a la civilización occidental sea Phillip Nemo en su espléndido libro, ¿Qué es Occidente? Para este autor francés, Roma aportó sobre todo su derecho, que consagró el principio de la propiedad privada individual (por eso las democracias son siempre más robustas allí donde más se respeta la propiedad privada) y proporcionó las bases jurídicas de la economía de mercado. Se trataba de un derecho universal que comenzó a surgir cuando los magistrados se plantearon la necesidad de unas normas aplicables a una creciente población inmigrante, ajena a las tradiciones romanas.
Nemo también hace referencia a la influencia de las polis griegas, donde surge la noción del Estado de derecho, basado en la igualdad jurídica de los ciudadanos y en libertad bajo la ley; a la tradición judeocristiana, que resalta la insatisfacción ética respecto a la realidad existente y la aspiración a un mundo mejor; a la revolución papal de los siglos XI al XIII, durante la cual se produce la aproximación de las tradiciones grecolatina y judeocristiana, a través de una santificación de la razón que puso a la ciencia griega y al derecho romano al servicio de la ética y la escatología bíblicas; y finalmente, menciona el liberalismo en sus tres vertientes: el intelectual, el político y el económico, haciendo referencia a su triunfo en el turbulento siglo XX frente a  ideologías totalitarias.
La síntesis que hace Phillip Nemo en su libro del legado griego, romano y bíblico resume en pocas palabras un bagaje histórico que todos deberíamos haber asimilado en la escuela, pero que por motivos difíciles de comprender no todos han recibido. Quizás por eso hoy en Europa, de la cual España es una pequeña muestra de laboratorio, nos cuesta unirnos en los momentos de crisis como hacían los romanos. 

 

domingo, 19 de enero de 2014

EL REGRESO

Si hasta el momento nuestro viaje había transcurrido según el plan establecido (Rowley había planificado todo a la perfección: los hoteles, el transporte, los horarios…), nuestro regreso a casa fue digno de un poema homérico y nuestra odisea, comparable a la de Ulises. Si bien, nuestra sagacidad (leer entrada anterior) nos permitió salir airosos de los contratiempos enviados por los dioses.
Fue en Nablus donde todo se torció. Allí nos paramos a comer después de visitar la ciudad. Escogimos un pequeño restaurante donde servían pollo frito con patatas. No nos gustó: el pollo estaba salado y grasiento. Pero lo sorprendente fue que en mitad de nuestra comida, los encargados empezaron a recoger el local y, en un momento dado, se quedaron mirándonos con impaciencia. Ante nuestro estupor, nos indicaron que era la hora del rezo. Sólo entonces nos dimos cuenta que era viernes, el día sagrado en el Islam. Con manos grasientas, la boca llena y medio pollo por devorar, Rowley no pudo evitar comentar lo inconveniente que resultaba aquello. Me vinieron a la mente las sabias palabras de un compañero americano, estudiante de Oxford, recriminando a los musulmanes si no tenían nada mejor a lo que dedicar su tiempo que a rezar cinco veces al día y la cantidad de cosas que se le ocurrían a él que hacer con esas horas. Sin otro remedio, recogimos y salimos a la calle. A pesar de todo, nuestro humor era excelente. Concluía un viaje en el que habíamos visitado tres países en el plazo de una semana. Recuerdo mi alegría al descubrir que no me había gastado tanto dinero como pensaba. Entre risas y bromas acabamos nuestro almuerzo.
Pero mientras tanto, el tiempo corría en nuestra contra.
Recordareis que habíamos entrado en Israel desde Aqaba-Eilat. Nuestro plan inicial era regresar a Amán a través del King Hussein Bridge. Teniendo en cuenta que Ramala y Amán, vistas en un mapa, están más o menos a la misma altura, esa era la ruta más directa para volver. Únicamente en Jerusalén y gracias a una casualidad (nos encontramos con un compañero que nos lo contó), supimos que solamente si has entrado a través de este puente,  puedes regresar a través de él. Además, esta trayecto también ofrece la ventaja de que no recibes un sello de entrada en Israel (algo muy práctico si deseas visitar otros países árabes), mientras que el paso Aqaba-Eilat, esto resulta inevitable. Al enterarnos de esto imprevisto, habíamos buscado rutas alternativas. Concluimos que la mejor opción, por cercana a Nablus, era el paso de XXXX (no recuerdo el nombre).
Es decir, en vez de poder pasar directamente desde Cisjordania, tendríamos que dar un rodeo hacia el norte y pasar a Israel para poder entrar luego en Jordania. Nadie dijo que viajar por Oriente Medio fuera fácil.
Montamos pues en un pequeño autobús amarillo y hacia allí nos dirigimos. El viaje fue corto, si no recuerdo mal. Antes de salir y de camino a la estación nos había sorprendido la lluvia. Tal vez una señal de que algo o todo iría mal.
Al llegar al check-point nos bajamos del autobús y nos dirigimos hacia la verja para ver que unos soldados cruzaban una puerta y esta se cerraba tras ellos. Todo nos confundía a mi compañero y mí, pues ni él ni yo estamos acostumbrados a estos trámites. Vimos que había otra puerta, esta para coches, que también se cerraba.
Habíamos llegado tarde. El horario para cruzar era hasta las 12:00 y eran las 12:05.
De repente la confusión se desvaneció, la mente dejó de funcionar y me poseyó ese sentimiento de urgencia que le invade a uno cuando se enfrenta a una situación límite. No se me ocurrió cosa mejor que echarme a correr hacia la puerta. Rowley, espoleado por el mismo sentimiento y pensando que yo, por tener más años, sabría mejor que él lo que estaba haciendo, me siguió. Y justo cuando parecía que podíamos lograrlo, que no todo estaba perdido, estalló un ruido ensordecedor.
Una alarma.
Nos detuvimos e izamos la cabeza. Unos metros sobre nosotros se elevaba una torre de vigilancia israelí de hormigón, cristal a prueba de balas y rodeado de alambradas. En su interior, un soldado de las FDI hacía aspavientos y juraba en arameo (nunca mejor dicho). Mi árabe es básico y mi hebreo inexistente, pero como para entonces empezamos a darnos cuenta de lo que ocurría, pude leer claramente en sus labios algo así como: “¿¿¿¿¡¡¡PERO QUE COÑO ESTÁIS HACIENDO, TIOS!!!???” Y es que proviniendo de una Europa postmoderna y decadente, donde las fronteras ya no existen, no paré a pensar que si hay un lugar en el mundo donde las líneas divisorias entre dos países mantienen su plena vigencia, es aquí.
Precisamente porque no han sido trazadas.
Así que la imagen de dos tíos jóvenes y morenos, sucios y sin afeitar, con mochilas y corriendo hacia una verja, debió de suscitar alguna sospecha en un soldado acostumbrado a ver tipos así momentos antes de escuchar una devastadora deflagración.
Y aunque ahora me ría con mis compañeros cada vez que contamos esa historia, somos conscientes que nuestra forma de actuar fue una auténtica temeridad. Y antes de juzgarnos y reíros de nuestra imprudencia, poneros en nuestro pellejo.
Mientras, unos taxistas palestinos que rondaban por allí se empezaron a acercar a nosotros. Habían intuido la perspectiva de un posible negocio a costa de nuestra desesperación y aunque sus modales eran amables, no tuvieron ninguna piedad. Nuestras opciones eran limitadas: regresar a Nablus, pasar allí la noche y tratar de cruzar de nuevo por ese mismo check-point al día siguiente; o subirnos al taxi de un completo extraño, en una tierra desconocida y a un precio exorbitante.
Para entonces nuestra moral se había hundido. Nos sentíamos perdidos; nuestra capacidad de reacción mermada, nuestro deseo de llegar a casa  multiplicado. Tras una breve conferencia entre los dos, optamos por subirnos al taxi y emprender el camino de regreso a Amán en aquel mismo momento. Pero como en esta tierra nada resulta sencillo, el conductor nos explicó que él no podría introducirnos en Israel porque solamente los coches con matrícula israelí pueden hacerlo y su taxi tenía matrícula palestina. Su plan era llevarnos a casa de un conocido suyo, a escasos kilómetros de otro punto fronterizo, cuyo vehículo si reunía ese indispensable requisito. Allí haríamos el trasbordo. Fácil, ¿verdad?
Así, bajo un cielo encapotado y plagado de unas nubes tan grises como nuestro estado de ánimo,  iniciamos uno de los trayectos más surrealistas y una de las aventuras más extraordinarias en las que jamás me he embarcado.
La vida nos depara sorpresas e imprevisibles compañeros de viaje. Ahí estaba yo, en el corazón de Palestina, compartiendo miserias con un tipo majo y con el que me llevo muy bien, pero cuyas ideas y pensamientos sobre lo que ocurre en la tierra que atravesábamos distan tanto de las mías propias. Si ambos, ajenos los dos, hemos mostrado nuestro apasionamiento a la hora de debatir sobre un conflicto que dura ya más de seis décadas, se me antoja difícil que las partes implicadas logren ponerle fin en un futuro cercano.
La primera vez que visité África en 2006, en un viaje con una ONG a Senegal, descubrí que lo que me fascinaba al viajar era subirme a un vehículo desvencijado y echar a rodar; ver pasar el interminable paisaje africano ante mis ojos. Pero si aquello era por placer, esto era por necesidad. Y no recuerdo haber disfrutado este trayecto tanto como aquel por el África del trópico húmedo.
Tras un fallido intento de iniciar una especie de conversación en árabe con el conductor, el agotamiento nos sumió a mi compañero y a mí en un estado de duermevela. No recuerdo cuantas horas duró el viaje, pero sí que de vez en cuando abría los ojos para mirar el paisaje. Me parecía frío y un distanciamiento hacia aquella tierra, donde todo eran complicaciones, me invadía. Me viene a la memoria un momento de lucidez en el que me sorprendí preguntándome lo que había intuido al leer los labios del soldado israelí tras el cristal antibalas: “¿Qué coño hago aquí, en el coche de un completo desconocido, en una tierra extraña, con destino incierto?”
Fue mi momento más bajo desde que dejé España.
Un poco antes de llegar al pueblo de Yenín, el conductor paró. Yo había visto el cartel que indicaba la cercanía de este pequeño núcleo urbano y me vino a la mente la batalla que se libró allí en el 2002 entre el ejército israelí y milicianos palestinos. Un episodio sobre el que se escucharon auténticos disparates por parte de algunos intelectuales como Saramago (y tantos otros), acusando a Israel de cometer un auténtico genocidio.
Independientemente de las simpatías que uno sienta hacia uno u otro bando en este conflicto enquistado y que no parece tener perspectivas de solucionarse a corto plazo, uno se pregunta si emplear un lenguaje menos apasionado no serviría también a la hora de encontrar una solución.
Seis millones de judíos asesinados por el régimen nazi es un genocidio (leer a Primo Levi, Jean Améry, Jorge Semprún…); 100 millones asesinados por el comunismo -que precedió e inspiró muchos de los métodos más tarde empleados por los nazis- es un genocidio (leer el libro de Martin Amish, Koba el Temible: La risa y los veinte millones; VVAA, El libro negro del comunismo; Varlam Shalamov, Retratos de Kolyma; Vassili Grossman, Todo fluye o Vida y Destino…); 800.000 tutsis asesinados por los hutus, es un genocidio (Javier Reverte, Vagabundo en África). Pero considerar víctimas indefensas a 52 milicianos muertos con un arma en la mano y que habían jurado morir matando, sería una ofensa para ellas. Sobre todo cuando el ejército israelí había sufrido 23 bajas. Si 52 muertos constituyen un genocidio, sería el primero en la historia con bajas propias. Así, toda acción de guerra es un genocidio y la palabra no significa nada y se vuelve cierto lo que dice Martín Alonso, “el abuso de las figuras propias del Holocausto también tiene el propósito de trivializar el exterminio nazi. Si todos los meses los judíos cometen un genocidio en un punto de control u otro, ¿qué habría de extraordinario en aquel episodio histórico?”
Dicen que hace falta que pasen unas 7 generaciones para sobreponerse a un trauma como el del Holocausto. No han pasado ni dos y desde Europa –que evidentemente ya lo ha superado, incapaz de arriesgar la vida de un sólo soldado para poner freno al auténtico genocidio que ocurría en Yugoslavia, su patio trasero, se llamaba genocidas a los judíos.
Al bajar del coche, el conductor abrió el capó y con una botella de agua rellenó el depósito del motor. Aunque había elegido un pequeño vertedero para detenerse, Rowley y yo aprovechamos para bajar y estirar las piernas. Era la semana de la Fiesta del Cordero, aquella en la que los musulmanes conmemoran el sacrificio que Dios pidió al desdichado Abraham, así que se habían estado degollando y devorando corderos toda la semana. Mientras tratábamos de averiguar dónde estábamos y cuanto de trayecto nos podía quedar, distinguimos entre la basura los huesos y el cráneo de varios de estos animales. El toque macabro a una situación surrealista.
Poco después alcanzábamos nuestro destino. El conductor desviaba el coche para adentrarse en un camino embarrado y aparcaba delante de unas casas. Allí se bajó y llamó a una puerta, abierta al instante por una mujer mayor. Iniciaron una conversación y al poco la mujer desapareció en el interior de la casa para reaparecer, tras unos instantes, con un hombre de cara arrugada. Era el encargado de llevarnos al paso fronterizo con Israel y por tanto, la persona con quien tendríamos que negociar el precio.
El conductor hablaba, el hombrecito escuchaba y Rowley y yo no entendíamos nada. Sólo la cara arrugada del hombrecito nos daba alguna pista y las cosas no parecían ir muy bien. “Quiere tantos shekels”, nos dijo el taxista. No recuerdo la cantidad pero era desorbitada. Tratamos de hacerle ver que llevábamos una semana entera viajando y no teníamos mucho dinero encima, que éramos estudiantes y por tanto pobres, que estábamos cansados y queríamos ir a casa. El hombrecillo, sabiéndonos en sus manos, no cedía. El taxista y un amigo suyo intercedieron en nuestro favor y logramos un acuerdo.
Mi cartera ya no estaba tan llena como en Nablus.
El hombrecillo nos dirigió hacia una furgoneta desvencijada y comenzó a vaciar el maletero (recuerdo haber pensado que nos iba a pedir que nos metiéramos en él). El interior del coche estaba hecho un desastre: sucio y con cacharros por todas partes. Mientras Rowley ocupaba el asiento del co-piloto, yo me acomodé en el de atrás. Y así iniciamos la penúltima etapa de nuestra odisea.
Creo que desde su casa hasta el puesto fronterizo había unos 50 km, así que no tardamos mucho en alcanzarlo. Pero claro, el hombrecillo de la cara arrugada no hablaba ni una palabra de inglés, así que no teníamos muy claro qué decir en caso de ser preguntados por los agentes israelíes, puesto que aquella no nos parecía la manera más natural de cruzar una frontera. Mucho menos esta.
Llegamos al puesto fronterizo con la terrible duda de cómo comportarnos y de que historia contar, por lo que cuando una agente israelí nos dio el alto, nos pidió el pasaporte y nos hizo las primeras preguntas, sólo atinamos a responder con algún que otro balbuceo plagado de inseguridad. Y llegó la pregunta fatídica: “¿Dónde habéis conocido a este hombre?” Más tarde, al recordar la odisea con Rowley, los dos coincidimos en que nuestro primer impulso había sido mentir, pero el sentido común se impuso y contestamos con toda la naturalidad de la que fuimos capaces que unos 50 km más atrás.
Aunque nuestros pasaportes estaban en regla y nuestro aspecto producía más lástima que aprehensión, hubo algo que no pareció convencer a la agente (pensamos que fue la cara arrugada y avinagrada de nuestro conductor) que nos pidió bajar del vehículo y pasar a una caseta donde revisarían nuestro equipaje. Aquello no nos produjo ninguna preocupación hasta que recordamos los libros que Rowely el Pro-Palestino había comprado en una pequeña librería en Jerusalén. Yo también había adquirido algunos, pero mientras mis títulos eran bastante generalistas como History of the Middle East, de Bernard Lewis; The Iron Wall: A History of the Arab-Israeli conflict, the Avi Schlaim; los de mi colega (hacia quien para mis adentros y con tono coñero yo ya me refería como el Luces) eran algo así como La invención del pueblo judío o El Negocio del Holocausto… No me lo podía creer. Después de todo el sufrimiento, del dinero gastado, del cansancio y los sinsabores del trayecto, pensar en la posibilidad de que un par de libros nos pudieran causar nuevos problemas me hizo sentir una enorme irritación hacia mi compañero y hacia los israelíes. Pero tuvimos suerte y solamente pasaron las mochilas por la máquina de rayos X, sin llegar a abrirlas.
Por fin entrábamos en lo que nos parecía todo menos la tierra prometida. Habíamos salido de Ramala a las 09:00 de la mañana y llegaríamos a casa a las 22:00 de la noche, cuando podíamos haber llegado a las 14:00.
Desde allí, el paso a Jordania fue puro trámite. Hacer cola, pagar visa y sellar pasaporte. Nos creíamos con derecho a celebrar el haber conseguido pasar a Israel, así que compramos una botella de whiskey en la zona duty-free del puesto fronterizo, mucho más barato que en Amán. Ya tendríamos tiempo de disfrutarla otro día.
Desde el lado jordano de la frontera tuvimos que coger un taxi que nos llevó de regreso a Amán. Aunque fue un viaje de unas tres horas y estábamos agotados, fue la parte más placentera del trayecto de vuelta. Por fin nos sentíamos seguros. Rowley bromeaba con que lo único que le apetecía era comprarse unas chocolatinas y un par de bolsas de patatas y atiborrarse. “Nos lo merecemos”, repetía una y otra vez.
Así lo hicimos.