Salgo
de Occidente una vez más. Regreso al horno que es Oriente Medio, tierra seca y
primitiva. Y lo hago con cierta cautela por lo que está ocurriendo alrededor de
este pequeño oasis que es Jordania. Al norte, Siria en plena guerra civil; al
este, en Irak, un sangriento y fanático IS; al oeste, Israel y Hamás acaban un
nuevo asalto en su eterno conflicto; al noroeste, un Líbano tan impredecible
como siempre. Uno no puede dejar de admirar el talento del fallecido rey
Hussein II de Jordania. En una región volátil y para muchos, la más peligrosa
del mundo, supo colocar a un país pequeño y sin recursos en el epicentro de la
política internacional y convertirlo en un actor relevante y respetado por
occidentales, israelíes y árabes. Y lo hizo por su perspicacia a la hora de
reconocer que el pueblo judío había llegado para quedarse y su empeño y
constancia en buscar una paz duradera para toda la región.
Después de mes y medio en España se
me hacen más evidentes (incluso que la primera vez que vine) las diferencias
entre mi civilización y la musulmana y sus efectos sobre mí: la contaminación
asfixiante; el tráfico atronador; el aire denso y pesado; el calor electrizante;
y por encima de todas, la claustrofobia que provoca una religión omnipresente y
una cultura que esconde a sus mujeres
detrás de velos y pañuelos, pero sobre todo, que niega la autonomía del
individuo y la somete al interés de la sociedad.
Escribo y pienso en aquellos en
España que protestan por lo que consideran una presencia excesiva de la Iglesia
Católica en la vida pública. Deberían pasar una temporada en un país musulmán.
Les garantizo un hartazgo de religión. Las referencias constantes a Dios que el
propio idioma árabe contiene; cinco llamadas al día a la oración (independientemente
de que seas creyente o no las escuchas y, si vives y duermes a lado de una
mezquita, las padeces); las preguntas constantes acerca de mi religión (he
tenido que escuchar a un taxista decirme convencido que la suya, la musulmana,
es la mejor religión de todas; y aguantar que un transeúnte me despachara con
unas palmaditas condescendientes en la espalda, después de indicarme cómo ir a
una iglesia y decirme que me ayudaría “a pesar de ser yo cristiano”); y sobre
todo, una mentalidad que, sencillamente, no contempla la idea del agnosticismo
o ateísmo (hasta el punto de que es mejor ser judío que agnóstico, porque por
lo menos así crees en algo) o para quien el apóstata es incluso peor que el no
creyente y merecedor de la muerte. Efectivamente, como dice Bernard Lewis en su libro, La crisis del Islam: “en ningún otro aspecto se hacen tan evidentes las diferencias entre Islam y Cristianismo, como en la actitud de ambas –y de sus exponentes- hacia el gobierno, la religión y la sociedad.”
Mientras que de mis clases de confirmación recuerdo al catequista hablarnos del libre albedrío que nos ofrece Cristo a la hora de seguir o no sus enseñanzas, leo: “el Islam no es solamente cuestión de tener fe y practicarla; supone también una identidad y una lealtad –y para muchos, una identidad y una lealtad que trasciende a todas las demás”.
Aquí es pertinente la historia de,
llamémosla ELLA, una mujer jordana que tuvo una relación con un conocido mío de
Qasid. Cuando salíamos, nos insistía en el secretismo de estas salidas. Además
de ser algo inapropiado por su posición de autoridad con respecto a nosotros, tampoco
se ve bien del todo que una mujer musulmana tenga una relación con un no
musulmán que, para mayor ofensa, es ateo.
Resulta que antes de las vacaciones de
Navidad fuimos unos cuantos a ver la película de El Hobbit. ELLA nos acompañó. Aquel
era un invierno frío y nevaba, dificultando el regreso a casa. Jordania no es
un país preparado para la nieve y los taxis escaseaban. Y los que había, se
aprovechaban de ello. ELLA y mi colega fueron los últimos en bajarse y tenían
intención de hacerlo en casa de él. Pero al irse a bajar, el conductor, erigido
en guardián de la virtud de una mujer que no conocía de nada, objetó. Pretendía
conducirla a casa de ella, a pesar de que para ello tendría que subir una larga
cuesta nevada, con el riesgo que conllevaba de quedarse atrapados en mitad de
la noche. Esa opción le parecía mucho más apropiada que dejar a una mujer
musulmana pasar la noche en casa de un occidental.
Con el tiempo ELLA nos confesó lo
difícil que le había resultado lograr el grado de libertad del que disfrutaba
(ni que decir tiene, que su familia desconoce este aspecto de su vida). Me
explico. En Jordania, cuando una mujer acaba la Universidad, lo típico es regresar
al hogar o casarse (la educación de las mujeres aquí no es vista como un
vehículo hacia su emancipación, si no con vistas a convertirla en una mejor
candidata para el matrimonio). Desafiando esta convención, ELLA explicó a su
familia que ese no era su deseo. Tenía la suerte de disponer de un sueldo que
le abría las puertas de una libertad limitada, pero libertad al fin y al cabo.
Nos relató el enorme esfuerzo que supuso convencer a sus padres y su familia
para poder vivir la vida que ella ansiaba. También nos contó como su
hermanastra no tuvo la misma suerte. Al mostrar su entusiasmo y su deseo de
seguir los pasos de ELLA, fue su propio hermano quien se lo prohibió. El hecho
de que esta muchacha sea económicamente dependiente de él, dificulta enormemente
sus propósitos.
Escuché esta historia poco después de
leer un libro titulado “Honor killings”, escrito por una periodista turca. En
él se cuentan diferentes casos de crímenes de honor ocurridos en Turquía, todos
ellos protagonizados por kurdos. Casos de hijos que mataban a sus madres por
engañar a sus maridos; padres que lisiaban a sus hijas por no tener un comportamiento
lo suficiente musulmán; hermanos que asesinaban a sus hermanas por no ser lo
suficientemente recatadas. Poco antes, en otro libro sobre Pakistán, país que el
historiador Paul Johnson define como el “más peligroso del mundo”, su autora
explicaba como en el campo, diferentes clanes acuerdan los matrimonios de sus
hijos e hijas recién nacidos para evitar enfrentamientos sangrientos entre
grupos, en caso de relaciones “inapropiadas” entre jóvenes en un futuro lejano.
ELLA es una metáfora perfecta de
Jordania y, tal vez, del mundo musulmán. Un país que se debate entre la
apertura y la tradición; entre la modernidad y el miedo a perder su identidad
(pero ¿acaso ese miedo no muestra una enorme falta de confianza en sí mismos?) Esta
lucha se me hacía evidente al observarla quitarse el hiyab cada vez que estaba a
solas con nosotros, pero el empeño que ponía, al mismo tiempo, en defender su
calidad de musulmana y su respeto a Alá.
Mi simpatía por esta mujer diminuta pero
valiente aumentaba por momentos y, lo que en un principio creí impropio, con el
tiempo pasé a verlo como un ejemplo
admirable de rebeldía.
Por eso causa estupor leer noticias como
esta: http://www.libertaddigital.com/internacional/europa/2014-08-27/las-autoridades-britanicas-permitieron-el-abuso-de-1400-ninas-por-no-parecer-racistas-1276526803/.
Los culpables eran pakistaníes, al parecer. De haber sido occidentales no se
habrían beneficiado de semejante corrección política y habrían sido castigados.
Pero si mostramos este relativismo frente a estas atrocidades, ¿qué mensaje
estamos lanzando desde Europa a los sectores moderados y aperturistas del mundo
árabe-musulmán y, sobre todo, a aquellas fuerzas irracionales y nihilistas que
ya habitan entre nosotros? Cuando el
analista del Corriere della Sera, Magdi Allam, se convirtió al cristianismo,
algún columnista español dijo que lo había hecho buscando el sector moderado
del Islam. Yo no iría tan lejos, pero qué duda cabe que hoy más que nunca,
Europa debe recuperar sus valores y mostrarse radical en su defensa. Ya sé que
está mal la autocita, pero os mando un artículo mío al respecto: http://atthebarricades.blogspot.com/2009/01/quo-vadis-europa.html.
Por lo demás, aquí estoy, apurando
mis últimos días de vacaciones (las clases empiezan el 4 de septiembre) y
después de unos días un poco moviditos, ya estoy instalado. Pero ocurrió que antes
de ir a España a pasar las vacaciones de verano, apalabré un apartamento con un
jordano llamado Jorge. Me lo había recomendado una compañera de clase que lo
había ocupado con anterioridad. El apartamento me pareció atractivo porque al
estar separado de la vivienda de sus dueños, ofrece la ventaja de permitirme
mantener mi independencia, al mismo tiempo que poder practicar el idioma con
mis anfitriones. Además de estar cercano a aquellos lugares en torno a los
cuales me moveré: Qasid (donde estudio), un supermercado y la ciudad deportiva
donde voy al gimnasio. Tampoco está demasiado lejos del centro de Ammán.
Pues bien, antes que yo, lo ocupó un
chico que al parecer trajo a amigos y lo que es peor, a amigas. En una sociedad
que sigue siendo mayoritariamente conservadora, esto causó estupor (y no sé si
hasta indignación). Y claro, como mis anfitriones son cristianos y mayores, no
quieren problemas. Así que cuando recibieron las quejas de sus vecinos se
pusieron en contacto conmigo. Me dijeron que, debido a esto, no podría disponer
del apartamento, salvo durante un máximo de dos semanas, mientras encontraba
otro lugar donde vivir. Cuando recibí el mail de Jorge, me contrarió. Mi
intención había sido dejar ese tema zanjado para poder dedicarme a otras cosas
al llegar a Jordania. Sobre todo no entendía porque tenía que pagar yo los
fallos de otros.
El trayecto a Jordania fue vía El
Cairo, donde hice escala durante unas tres horas. Si en Barajas me había
zampado un bocadillo de chorizo, en el aeropuerto de El Cairo me zampé otro. La
sensación que uno adquiere de tener que vigilar cada uno de sus actos para no
ofender o por temor a hacer algo inapropiado a los ojos de los lugareños (es
decir, la paranoia), me llevó a comerme mi bocadillo (de jamón serrano esta
vez) con aprehensión y preguntándome si aquél o aquél otro egipcio que me
miraba, lo hacía para mostrarme su disconformidad por estar yo consumiendo la
carne de un animal considerado impuro por el Islam. Sea lo que fuere, me supo a
gloria.
Llegado a Jordania y ya
familiarizado con el lugar y el aeropuerto, pasar la aduana fue puro trámite,
salvo por el hecho de que si cuando llegué en 2013 la visa costaba 20 dinares,
ahora el precio es el doble. Una vez más me recogió Ayman con quien pude
comprobar que no había olvidado tanto árabe como temía y el trayecto hasta mi
apartamento transcurrió entre amenidades.
Al día siguiente de mi llegada me
fui a ver un par de pisos que había apalabrado desde Madrid. Dio la casualidad
que uno de ellos pertenecía al dueño de la última vivienda que ocupé antes del
verano y aunque estuve muy contento con él, con la casa y con la zona, tenía el
inconveniente de estar demasiado lejos de donde estudio. Ir a clase a diario y
volver, me costaría unos 5 euros, que si se suman, al final de mes es un pico.
Y este año el presupuesto es más apretado. Así que decidí hablar con Jorge y
tratar de convencerle de que me dejara quedarme aquí. Me comprometí con él a no
traer a gente al piso y traté de hacerle ver lo conveniente que me resultaba
este lugar por las razones ya mencionadas. Él aceptó hablar con los vecinos que
eran, al fin y al cabo, los molestos y trasladarles mi oferta. Y al parecer no
hubo problema porque aquí estoy.
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